La Parusía de Yeshua o la santa locura por el “Reino del Padre” (II), por Anselmo Sanjuán

Arco de Tito en Roma, el botín del Templo de Jerusalén
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Anselmo Sanjuán, Catedrático de filosofía IES i Traductor del alemán.  

El historiador de las religiones S. Brandon sostiene que  tanto  Yeshua como la comunidad  reagrupada tras su muerte compartían los ideales del zelotismo rebelde y que, en connivencia con él, lucharon  para sacudirse el yugo romano. Cree hallar un primer apoyo textual en los sinópticos que, al enumerar los doce apóstoles, el “estado mayor” de Yeshua, mencionan a un Simón el Zelote.  Tal  apoyo textual es, con todo,  bastante débil, pues, ¿qué sentido tendría apodar a uno “zelote” si sus compañeros compartían sus mismos ideales? Es probable que, tras militar en aquel grupo guerrillero, Simón ingresara en la comunidad yeshuánica donde se distinguía, justamente, por un pasado diferente.

Apoyándose en textos de Lucas y de Pablo, resalta Brandon que  la primera comunidad judeocristiana compartía con sus compatriotas la fidelidad a la Ley y la veneración del templo. A partir de ahí argumenta que si la conciencia nacional judía, sacudida por la tenaz oposición zelota a los atropellos del ocupante, derivó  en resistencia activa, tal deriva debió arrastrar también a los cristianos.  Pero el punto de partida de Brandon exige matices y su conclusión pudiera ser desproporcionada. De hecho, los textos del N.T. hablan también de serios conflictos entre los judeocristianos y la masa “ortodoxa” judía, que no podía aceptar sin repugnancia a un mesías humillado y crucificado por los gentiles. Los cristianos valoraban  la herencia profética y –al menos en Mateo- legalista del pasado israelita, pero ello no les impedía  mantener una actitud crítica y resentida frente a sus instituciones nacionales.  Cabe señalar, además, que poco después de la fatídica Pascua y de las primeras visiones del resucitado, había ya en la propia Jerusalén grupos de judíos procedentes de la diáspora helenizada convertidos al  nuevo mesianismo. Ignoramos cómo se susbtanciaron esas conversiones, pero podemos colegir, basándose en otras informaciones históricas, que el contexto cultural en el que los helenistas –así los denomina Lucas- habían vivido durante años, las facilitaron. Muchos de ellos  estaban habituados, p. ej., a la idea pagana de que algunos dioses morían y resucitaban para salvar a los creyentes. Añadamos que la repugnancia pagana a la circuncisión, asimilable a una degradante mutilación,  contagió a muchos judíos helenizados y los predispuso a relativizar otros preceptos legalistas.  Y, cuestión no menor, muchos de entre ellos se sentían ciudadanos romanos, agradecidos a un Imperio que había declarado religio licita al judaísmo.

La circuncisón de Jesús, Giovanni Bellini, 1500.

La fe en la resurrección física de Yeshua, sentado ahora “a la diestra de Dios”, reforzaba la perseverancia sectaria de los creyentes y su convicción de que aquel vendría en breve a salvar a los suyos y juzgar severamente al resto. En esa complicada situación, un nuevo personaje vino a trastocar seriamente la estructura de poder comunitario relegando a Pedro a la segunda posición: Santiago (Jacobo), a quien Pablo y Josefo se refieren como “hermano del Señor”. Los sinópticos lo mencionan desvaídamente y arrojan sobre él y su familia, María incluida,  una luz nada favorable: no creen en la palabra de Yeshua. Pero, según los Hechos de los Apóstoles, de Lucas, poco después de  su crucifixión ingresan todos en la comunidad de Jerusalén. Pablo escribe (Epístola a los Gálatas) que, hacia el año 36, sube a Jerusalén, convive con Pedro unos días y, de pasada, visita al “hermano del Señor”, que ya debía ser alguien con quien convenía contar. El año 49, aquella “Iglesia-madre”, tiene que resolver la espinosa cuestión del status comunitario de los cristianos no circuncisos. Según Hechos y Pablo, es Santiago quien tiene en ello la última palabra: Pablo se dedicará a  los gentiles; Pedro y otros, a los judíos de la diáspora. Interesante al respecto es que “los doce”, mencionados al principio de Hechos, se esfuman rápidamente para dejar paso a un consejo de presbíteros y a “las tres columnas” que lo dirigen todo. La primera es Santiago, seguido de Pedro y Juan Boanerges

La referida  cuestión no debió quedar totalmenta zanjada y, según las cartas paulinas, continuó siendo controvertida. Pablo pensaba que confesar a Yeshua como “el Cristo” hacía superflua la circuncisión; “Para los de Santiago”, ésta seguía siendo requisito  imprescindible para ser miembro comunitario pleno. Pero, deseoso de borrar la frontera entre los  conversos de uno u otro origen, el primero contraataca:

“Los que quieren ser bien vistos en lo humano, esos os fuerzan a circuncidaros con el único fin de evitar la persecución por la cruz de Cristo […] Porque nada cuenta, ni la cicuncisión ni la incircuncisión, sino la creación nueva” (Gal 6, 11-16).

Según eso, todos los cristianos, sin acepción de origen, pueden convivir y sentarse a la misma mesa. “Los de Santiago” exigían, en cambio, separación y dietas diferentes hasta tanto no los igualara la circuncisión. Pedro, dudoso entre una y otra posición, se granjeó las desconfianza  de todos. Ahora bien, la razón que, según Pablo, se esconde tras la actitud de Santiago es  muy significativa: quiere evitar “persecuciones por la cruz de Cristo”. Los perseguidores a quienes se alude no son los romanos, mejor predispuestos hacia los incircuncisos, sino  los  judíos ortodoxos y eso arroja mucha luz sobre la situación real en Jerusalén: “los de Santiago” saben que sus compatriotas  transigen, a regañadientes, con el mesianismo “de la cruz”, pero siempre que no se vulnere la Torah. En caso contrario han de ser perseguidos sin miramientos. No es, pues,  que Santiago comparta sin más los sentimientos nacionales y antirromanos del judaísmo mayoritario, sino que, responsable del movimiento cristiano en su totalidad, sabe que cualquier colisión con sus connacionales en asuntos legalistas resultaría fatal para todos. Algunos episodios a los que, con sesgo distinto, se refieren Lucas y Pablo, se explican a la luz de ese conflicto.

¿Qué circunstancias permitieron  a Santiago descabalgar a quien, según los evangelios, el mismo Yeshua había dado el supremo poder de “atar y desatar”? Esbozo una respuesta hipotética: los discípulos del entorno más estrecho de Jesús estaban en gran  medida abrumados por un sentimiento de culpa: pese a su fuerte apego al maestro huyeron a la desbandada en el momento decisivo dejándolo solo ante  jueces y verdugos. En el caso de Pedro, ello  aparece nítidamente en los evangelios y es fácil intuir que su situación como “príncipe de los apóstoles” atravesó  situaciones difíciles por más que, retrospectivamente, se pongan en boca de Yeshua palabras que perdonan su flaqueza humana y reafirman su jefatura. El remordimiento del grupo debió ser tanto más corrosivo cuanto que, como parece, fueron los discípulos quienes empujaron a Yeshua a asumir la mesianidad –que le resultaría fatal- a la vista del entusiasmo que su carisma suscitaba entre los marginados.  En una primera fase los discípulos más unidos a él superaron el trauma de su ejecución convencidos de que Dios repararía la injusticia “de los hombres” y no permitiría la muerte real del hijo adoptado. Santiago y familia se acogieron a la comunidad en esas circunstancias, cuando vivir en Galilea como parientes directos del “mesías fracasado” no debía ser fácil frente a los vecinos y autoridades locales. Una vez reconocidos como miembros  y antes de que la elaboración teológica aliviase aquel  sentimiento de culpa colectiva (“teológicamente” habían sido meros instrumentos de un plan de Dios), Pedro y los doce debieron reconocer  ante Santiago y su madre, fieles a la Ley según se desprende de su actitud previa al drama, no haber estado a la altura de las circunstancias. Santiago, ahora jefe de familia,  podía sentirse resentido contra el partido saduceo y parte de los fariseos, pero debía saber que Yeshua no condenaba la Ley, por más que su exaltación le llevase interpretarla libérrimamente y a obrar ocasionalmente  de manera escandalosa a ojos de los bienpensantes. Apoyándose en los más conformistas, Santiago reorientó debidamente la dirección comunitaria y suprimió los comportamientos que rozaban el límite de lo permitido. Su parentesco con el mesías era, en una sociedad patriarcal,  baza decisiva para allanar el camino hacia el primer puesto.  De hecho, muerto él, lo heredó otro hermano y, tras éste, un primo más joven, como  recuerda el historiador cristiano Eusebio. Santiago y sus parientes son en verdad  los primeros papas cristianos.  

Mientras que Lucas escribe (Hechos) sobre  toda clase de componendas entre la rama helenística, pronto reforzada por conversos gentiles, y la judeocristiana de Jerusalén, Pablo, mucho antes que él, expone crudamente las insalvables diferencias entre una y otra versión del cristianismo: él, Pablo, predica un Cristo que le ha sido revelado personalmente y al que no puede renunciar. “Los de Santiago”, en cambio, quieren imponer su propia concepción incluso en las comunidades fundadas por él: posiciones enfrentadas y distintamente motivadas. Pablo teme que las exigencias nomistas arruinen las florecientes comunidades paganocristianas; Santiago, que las licencias antinomistas expongan la iglesia-madre a la persecuión por parte del judaísmo estricto.

Leemos en los Hechos que un cristiano helenista, Esteban, “realizaba entre el pueblo grandes prodigios y señales”, con gran escándalo de los otros judíos helenistas no conversos. En Jerusalén había bastantes de ellos venidos de la  diáspora para residir allí el resto de sus días. Detenido Esteban, se le acusa  de “hablar en contra del Lugar Santo y de la Ley; pues le hemos oído decir que Jesús, ese nazoreo, destruiría este Lugar y cambiaría las costumbres que Moisés nos ha trasmitido” (6, 13-14). Lucas dice que la acusación se basaba en testigos sobornados, pero, por comparación con episodios evangélicos, hemos de pensar que, como mínimo, Yeshua se había pronunciado de manera harto crítica, tal vez amenazadora,  contra el templo y sus servidores. Incluso si se limitó a repetir las amenazas de Jeremías citadas en el artículo anterior, conviene recordar que éste profeta fue duramente flagelado y  encerrado en un horroroso calabozo por el Sacerdote-Inspector del templo, lo cual induce a pensar que la acusación central lanzada contra Yeshua arrancaba de su  actitud irrespetuosa para con el santuario.  “El Altísimo no habita en casa hecha por mano de hombre”, remacha Esteban con insolencia ante el Sanhedrín, afirmación que podría ser un eco, más o menos distorsionado,  de lo que en su día pensaba Yeshua. Ornamentos lucanos aparte, Esteban aparece como  portavoz impetuoso de una tendencia en el seno del cristianismo que difícilmente habría surgido  sin contar con cierto apoyo en la visión religiosa de Yeshua. Cuando el insolente es lapidado, Pablo, asiste y asiente a su ejecución y lo que Lucas escribe casi a renglón seguido es muy significativo respecto a las tendencias teológicas enfrentadas en el seno de la iglesia:

“Aquel día se desató una gran persecución contra la iglesia de Jerusalén. Todos, a excepción de los apóstoles, se dispersaron por las regiones de Judea y Samaria” (8, 1)

La lapidación de san Esteban, 1604, Annibale Carracci.

Y tras narrar  la conversión de Pablo Lucas escribe: “Las iglesias por entonces gozaban de paz en toda Judea, Galilea y Samaria […]” ¿Cómo es que los judíos “ortodoxos” persiguen a la iglesia y no descabezan su dirección apostólica? ¿Por qué las distintas comunidades cristianas pueden, tras breve persecución, gozar nuevamente de paz  en toda Palestina? Todo ello sólo se puede entender en el marco de las diferencias teológicas descritas anteriormente: Santiago domina la situación entre los judeocristianos y estos son respetados porque encarecen su fidelidad a la Ley. Pero Santiago nada puede hacer –si es que quiso hacer algo- para proteger a quienes menosprecian el templo y la Torah.  ¿Podían éstos remitirse a Yeshua para comportarse así? El episodio de la curación de la hija una mujer gentil, sirofenicia,  (Mc 7, 24-29) arroja cierta luz, aunque no meridiana, sobre la posición del mesías y el surgimiento de tendencias enfrentadas tras su muerte. Cuando aquella madre suplica a Yeshua la curación éste responde así: “Espera  que primero se sacien los hijos, pues no está bien tomar el pan de los hijos (los judíos) y echárselo a los perritos”  (los gentiles). La mujer se humilla ante él y dice que los perritos también comen  de las migajas que caen bajo la mesa, a lo que aquel  replica que “por haber hablado así”, curará a su hija. Yeshua distingue, pues, crudamente entre judíos (hijos naturales del Reino) y gentiles, que sólo pueden allegarse a él como segundones y Brandon ve ahí, inequívocamente expresado,  el talante judeonacional de Yeshua. Pero sus primeras palabras –“espera que primero se sacien los hijos”-  podrían insinuar una concepción más universalista: mi misión empieza, pero no concluye con Israel; la Ley me obliga, por ahora, pero no me limita en el futuro.    

Según Lucas, los helenistas prepaulinos se dispersan y difunden su versión del cristianismo entre los gentiles, especialmente en Antioquía donde comienzan a llamarse cristianos. Su relato de la conversión de Pablo, legendaria e inspirada en historias paganas,  permite, con todo, entrever que aquella tuvo que ver con la disposición al martirio de los helenistas y su resistencia durante los suplicios que les imponían sus perseguidores, incluido él mismo.  Su vehemencia de neófito explicaría sus  controversias con la Iglesia-madre de Jerusalén y su esfuerzo intelectual por hallar la fundamentación teológica de una posición –sostenida ya en bruto por los herlenistas- que superase el judaísmo tradicional y el continuismo de Santiago. La halló finalmente mediante una fórmula que podría resumirse así: no es que Yeshua, sea el mesías salvífico de Israel  a pesar de su muerte, sino que gracias a esa  muerte expiatoria en  favor de la humanidad se ha convertido en Señor universal.

Pero ni la comunidad directamente dirigida por Santiago ni, menos aún, las comunidades paulinas, llamaron a la resistencia activa o armada contra Roma. Cuando, muerto Calígula, Claudio entrega el antiguo reino de Herodes a su nieto Herodes Agripa I, éste desea ganarse el favor del pueblo y obrar como un judío piadoso. Para ello persigue a los cristianos, encarcela a Pedro y decapita al apostol Santiago Boanerges. Santiago/Jacobo, el “hermano del Señor”, sigue, sin embargo, al frente de una comunidad que, sin embargo, se repliega en sí misma para no provocar. Se dice en Hechos (Cap. 4) que los poderosos del templo no hallan razón para castigar a Pedro y a Juan Boanerges tras cierto rumulto, pero les imponen que no prediquen divulgando el  nombre de Yeshua. Es evidente, pues, que la iglesia de Jerusalén como tal no es vista sin más como  parte integral del judaísmo, pero se la respeta si no transgrede la Ley.  A primera vista parece extraño que se tolere su mesianismo y exijan, sin embargo, silenciar a Yeshua, pero ello es comprensible: hablar de él implicaba hacerlo de sus poderosos acusadores y denunciarlos ante un sector importante del pueblo, muchos no conversos incluidos. Y no puede ser casual que los perseguidos fueran el turbulento Santiago Boanerges, que, según el evangelio, aspiraba a ser lugarteniente  de Yeshua y odiaba acérrimamente a los samaritanos, y Pedro, que según Hechos, condescendía con los usos de los cristianos gentiles. Por añadidura, ambos habían manifestado ante los poderosos saduceos que difícilmente podrían satisfacer la exigencia de callar sobre Yeshua. Lo más probable es que Santiago sí la aceptó para continuar al frente de una grey a la que puso a salvo imponiéndole el respeto a todas las prescripciones legales.

Lucas, pro samaritano, no dedica una sola palabra a la vida de Santiago Boanerges y menciona su ejecución muy de pasada. Pero lo más sorprendente es que ni siquiera mencione la muerte  del “hermano del Señor”. Sabemos por Josefo que el sumo sacerdote Anás II (hijo del otro Anás, que intervino en el proceso a Yeshua) aprovechó la ausencia del procurador romano para hacerlo matar y que los fariseos protestaron y consiguieron del nuevo procurador que Anás fuera depuesto. Históricamente, el episodio es comprensible: Santiago/Jacobo debía odiar a esa  familia sacerdotal, corresponsable de la condena de Yeshua, y ésta debía mirar con sumo recelo a una comunidad dirigida por el hermano de quien, en términos no perfectamente determinables, había reprobado el servicio del templo. El silencio de Lucas respecto al trágico final del vicario jerosolimitano podría explicarse así: él paulino de procedencia gentil, podía mostrarse deferente con Pedro, más comprensivo con los conversos de ese origen, pero no consideró necesario hablar del martirio de un antagonista de Pablo, rígido defensor de una frontera étnicoreligiosa que relegaba a los  gentiles a un status inferior y había descabalgado a Pedro de un modo que los cristianos más universalistas no aprobaban.

Martirio de Santiago, de Juan Fernández de Navarrete 1571.

La antipatía que Lucas pudo sentir por “el hermano del Señor” tiene también que ver con un episodio descrito en sus Hechos: Pablo llega, por tercera vez y “lleno de temor”, a Jerusalén y Santiago le hace ver (22, 17-23) que, entretanto, hay en la ciudad numerosos conversos judíos muy fieles a la Ley, quienes

“Han oído decir de ti que enseñas a todos los judíos que viven entre los gentiles que se aparten de Moisés y no circunciden a sus hijos […] Haz, pues, lo que te vamos a decir”

A continuación  lo somete  a una ceremonia de purificación en el templo y le obliga a  pagar los costos del voto de nazireato de cuatro peregrinos. Los nazireos eran judíos especialmente piadosos que, aparte de cumplir con la Ley, se imponían sacrifios especiales a lo largo de su vida. Santiago  contrarresta así, de manera expeditiva y a expensas de Pablo, los rumores, nada descaminados, sobre su  lasitud legalista. Con ello refuerza  también su autoridad y previene posibles ataques contra la comunidad jerosolimitana. Comprensiblemente, Pablo no alude a este  episodio en sus cartas.

Brandon desmonta con sólidos argumentos la tradición cristiana de que la comunidad de Jerusalén se salvó el año 70 gracias a que, divinamente prevenida, huyó a una ciudad helenística de la Decapolis, Pella. Eusebio se hace eco de aquella por interés teológico: la ciudad no fue atacada mientras hubo cristianos en ella y lo fue porque, una vez se ausentaron éstos,  recibió el justo castigo por condenar a Yeshua. Pero Brandon identifica en exceso a los judeocristianos con los sentimientos políticos y religiosos de sus compatriotas y concluye que también ellos debieron participar de la furia combativa de los zelotes. Lo último es cuestionable, pues entre los propios judíos había también, según Josefo, quienes consideraban temerario el enfrentamiento con Roma y preveían sus terribles consecuencias. Así pensaban rabinos prudentes como Y. ben Zakai a quien sus discípulos sacaron de la ciudad escondido en un ataúd poco antes del ataque definitivo. Ben Zakai jugaría un papel eminente en la reconstitución del fariseísmo rabínico posterior. Ahora bien, los cristianos tenían aún más motivos para rehuir el enfrentamiento: las autoridades judías habían jugado un papel determinante en la entrega de su mesías a Pilatos y, además, habían matado (año 62) a su jefe, Santiago. Si la fidelidad de éste a la Ley, aunque sincera,  tenía además por objeto ahorrar muertes inútiles a la comunidad, ¿por qué iban a atizar sus sucesores una lucha con muy pocos visos de victoria, sabiendo, además, que la mayor parte de sus nuevos adherentes eran paganos y de ciudadanía romana? Según Lucas y Pablo estos conversos gentiles habían socorrido económicamente  a los jerosolimitanos en la terrible hambruna del 41/42. Si la iglesia-madre sufrió, con los demás, la devastación final fue, probablemente, porque la soldadesca romana ni podía ni quería distinguir entre grupos religiosos.

Lucas exagera, sin duda, las cifras de conversión al cristianismo en Jerusalén al hablar de varios millares (la ciudad contaría con entre diez y doce mil adultos), pero con unos cuantos centenares constituiría un grupo cuyo peso se haría notar. Ahora bien, Josefo, que describe en detalle todas las fases de la guerra judeorromana, habla de la intervención de diveros grupos étnicos y religiosos y menciona a varios caudillos destacados en la lucha, incluidos dos altos oficiales esenios, pero nada dice sobre los cristianos como grupo o como personas singulares señaladas en la contienda, algo bien extraño si, como opina Brandon, se hubieran implicado activamente en ella. Josefo, que culpa a todos los mesianistas judíos por aquella lucha obcecada y los considera víctimas de su interpretación fanática de ciertas profecías ambiguas del A.T., tenía motivos suficientes para censurar expresamente a los cristianos, los más aferrados  a profecías que, según ellos, probaban que el verdadero mesías era el crucificado. Si Josefo no lo hace, cabe inferir plausiblemente que los cristianos permanecieron, al menos como grupo, al margen de los combates.

Brandon cree, no obstante,  haber hallado en el discurso escatológico que Marcos pone en boca de Yeshua (13, 1-33) un indicio claro de la connivencia entre judeocristianos y zelotes. Ese discurso es, sin discusión, una prophetia ex eventu, pues quien piensa establecer de inmediato el Reino de Dios y tiene ya previsto su “ministerio” no hace vaticinios sobre lo que acurrirá tras su muerte. En ese discurso profetiza, sin embargo, no sólo la destrucción del templo, sino todos los acontecimientos significativos de las décadas que siguieron a su crucifixión. La intención de Marcos es la de realzar a Yeshua como predictor de los grandes eventos que sacudieron el destino de Israel, pero el análisis crítico de tales  predicciones permite conclusiones interesantes, justamente porque se refieren a acontecimientos  reales. Brandon  centra su atención en un consejo incluido en el vaticinio:

“Pero cuando veáis la abominación de la desolación erigida donde no debe (el que lea, que entienda), entonces los que estén en Judea, huyan a los montes […]”.

La expresión en cursiva repite las palabras de Daniel referidas al momento en que Antioco Epifanes profanó (siglo II a.d.C) el templo de Jerusalén erigiendo en él un altar pagano. Yeshua está, en apariencia,  vaticinando el momento en que (año 40) Calígula ordenó erigir una efigie suya en el mismo lugar. La “huida a los montes” la interpreta Brandon como un  “echarse al monte” para unirse al movimiento zelote, interpretación cuestionable a la vista del complejo contexto del discurso. Pues Yeshua subraya que aquellos días “habrá una tribulación cual no la hubo desde el principio de la creación”, nueva a referencia a Daniel 12, 1, para caracterizar el temor y la consternación con que los judíos acogieron la antedicha orden imperial, para afirmar seguidamente que Dios acortaría esos días en atención a sus elegidos. La súbita muerte de Calígula (año 41) puso efectivamente término a aquella tribulación, algo que los judíos interpretaron como “señal” de que Dios había escuchado sus plegarias y sus disposición a morir, sin enfrentarse, a las tropas romanas (Josefo). Los cristianos, es claro,  interpretaran  la muerte de Calígula como “señal” divina que acortó aquellos días pensando exclusivamente en ellos, “los elegidos”. El evangelista se ha basado, según muchos investigadores, en un texto judío preexistente, pero su propia intención parece diáfana: los cristianos se salvaron, no por su disposición a la violencia,  sino por su confianza en Dios.  Por cierto que la expresión que Marcos, o un redactor posterior, pone entre paréntesis: “el que lea entienda”, indica que todo el vaticinio es ficción: ¿acaso podía Yeshua saber que su vaticinio sería escrito y hacer un guiño a sus lectores para que lo interpretaran cabalmente? La citada expresión alude cautamente a la situación del momento, poco después del 70: ahora se ha cumplido plenamente el  vaticinio, pues  Tito profanó el templo con sus tropas y organizó en él una  ceremonia religiosa romana. Con lo cual, Yeshua parece tener una visión  algo esquizofrénico  de la providencia: el 41, Dios salva “su casa” de la profanación por amor a sus elegidos, pero el 70 permite  que la profanen, también por amor a sus elegidos, pues han de ver en ello la proximidad de la parusía.   

El evangelio de Marcos, escrito poco después del 70, tiene –Brandon aporta las mejores pruebas en ese sentido- el propósito de proteger a la comunidad cristiana de Roma  contra las autoridades y las masas paganas enfurecidas por la resistencia judía. De conformidad con ello nos presenta un Yeshua apolítico, víctima del odio de las autoridades judías y a un Pilatos dócil instrumento de las mismas y testigo de la inocencia de quien, no obstante, se ve obligado a crucificar. Pero el hecho de que sus seguidores vieran en Yeshua  un mesías decidido a instaurar el Reino de Dios en Israel, como atestiguan directamente Lucas y, de manera menos directa, Pablo y los otros evangelios, nos indica inequívocamente que la visión marquiana deforma seriamente la verdad histórica.  Pues no es sostenible que un mesías que, dolido por la miseria del pueblo, promete un Reino donde éste se hartará y hallará justicia, defienda con una argucia teológica la causa principal de tal miseria: el asfixiante sistema fiscal. Por ello es altamente sospechoso que Yeshua aparezca como amigo de los recaudadores del impuesto,  odiados por el pueblo sencillo como agentes del poder. Un Yeshua consciente de que el sacrificio que hace una pobre viuda al entregar su pobre donativo al tesoro del templo es mucho mayor que el de los ricos que donan grandes cantidades no puede instar a  artesanos o jornaleros a pagar sus impuestos a Roma, argumentando que la moneda en que se les  retribuye el trabajo muestra la efigie del emperador. Si esa fuera la razón que justifica el  impuesto, tendrían que entregar todo el jornal y morir de inanición. Las bienaventuranzas y otros textos muestran convincentemente que la visión socioreligiosa de Yeshua se inspira en los grandes profetas  y en textos como éste del Eclesiástico:

“Inmola a un hijo a los ojos de su padre quien ofrece víctimas a costa de los bienes de los humildes. Pan de indigentes es la vida de los pobres, quien se lo quita es un hombre sanguinario […] Vierte sangre quien quita el jornal al jornalero”. (34, 20-22)

Tenía que saber por fuerza que el impago del impuesto, cuando la cosecha era escasa, convertía a muchos campesinos en esclavos y, su acerba crítica  al servicio del templo, donde los sacerdotes se lucraban con los sacrificios, sin miramiento para las necesidadesdes de los  pobres, sólo se explicaría desde una profunda sensibilidad social. Por todo ello tenía que resultarle inadmisible que un poder opresor –y gentil por añadidura- estujara fisicalmente a su pueblo. Yeshua era, a su manera, un agitador social, un rebelde, pero, ¿llamó a la revuelta violenta? Es más probable que, en su sublime alienación,  esperara realmente la intervención oportuna de “su Padre”, pues de un episodio del pasado relativamente reciente podía extraerse la conclusión  de que sólo aquella, concedida a una fe que “mueve montañas”, y no el mero esfuerzo humano podía instaurar el Reino: la única victoria obtenida por la violencia contra la explotación de un poder gentil exterior, la de los Macabeos, desembocó en su sistema despótico, corrupto e internamente dividido.     

Ni los Hechos de Lucas, las cartas de Pablo o el evangelio de Mateo, el más influido por el primer judeocristianismo, dejan entrever una oposición violenta a Roma. Por ello creo que se debe tomar muy en serio el factor aludido más arriba: Yeshua creía  estar inspirado por Dios para anunciar como profeta  que gracias al concurso extraordinario de “su Padre”  Israel se convertiría en el estado santo al que, como siglos antes predijera Isaías, acudirían los gentiles en busca de consejo y ayuda. Es dudoso que reivindicara de motu proprio ser el mesías y puede que, ni siquiera después de su proclamación, más o menos forzada, tuviera conciencia plena de serlo. Su fe inquebrantable –hasta Gethsemani- en la inminencia del nuevo eón y el enorme ascendiente sobre los suyos, indujeron a éstos a creerlo salvado por Dios tras su ejecución y a esperar su parusía. En cierto modo el Reino se había hecho ya presente en su persona: “Si por el dedo de Dios expulso yo a los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios” (Lc 11, 20) Él, como sus seguidores, interpretaba como “señales” celestes muchos eventos y sus propios actos carismáticos. Seguramente, cuando el rey árabe, Aretas, derrotó a Herodes Antipas, él vio en ello una “señal”, el  castigo divino por haber matado a Juan Bautista. Lo que no podía esperar, como se deduce de su lamentación  en Gethsemaní y de su grito en la cruz (los evangelistas no reproduzcan palabras exactas, pero sí situaciones inequívocas) es que también él sucumbiría a los poderes terrenales, algo que sus discípulos interpretaron bien pronto como la más eminente y definitiva de las “señales”: primero como “sacrificio del justo” a quien Dios sienta “a su diestra”; más tarde (Pablo), como necesaria inmolación expiatoria y “rescate” en la “economía de la salvación” universal.

Las antedichas esperanzas, con sus respectivas interpretaciones, fueron el cemento que mantuvo unidas a las  dos ramas del cristianismo más allá de sus fuertes discrepancias y atenuó  el antagonismo doctrinal y personal entre sus figuras más señaladas: Santiago y Pablo. Sabemos de éste último que animaba a los cristianos a obedecer a las autoridades romanas, a pagar los impuestos y a dejar en manos de Dios la venganza anhelada por los profetas apocalípticos. Todo ello era tanto más explicable cuanto que se dirigía a gentiles, cudadanos romanos en su mayoría. ¿Qué sentido podía tener cualquier esfuerzo bélico, cualquier rebelión social contra el statu quo, cuando este quedaba reducido a una contingencia pasajera? Leer en su Epístola a los tesalonicenses que nadie se preocupara si algunos morían, porque  la resurrección general estaba, por así decir, a la vuelta de la esquina y todos -¡él también!- oirían la trompeta del arcángel y  verían al Señor bajar sobre una nube, dice mucho sobre la fe ardiente y el estado mental alucinado de las comunidades paganocristianas. La vehemencia con que exclamaban al unísono ¡maranatha! muestra hasta qué punto la común esperanza los amalgamaba socialmente.  Pero tampoco para los judeocristianos podía tener sentido el fomentar la guerra contra Roma. Aparte de que la crucifixión de Yeshua debía constituir un recuerdo disuasorio, la creencia en su inminente retorno tenía un efecto paralizante y convertía en superfluo todo enfrentamiento armado. Santiago, partícipe de esas esperanzas, consideraba prioritario  buscar un modus vivendi con el fariseísmo moderado y prevenir así los ataques del poderoso saduceísmo. Su hermano encarnaba para él el cumplimiento radical de la Torah y, al mismo tiempo, su superación definitiva en el Reino.  De ahí su temor a que personajes como el impetuoso Esteban lo echaran todo a perder con sus diatribas antifariseas e irrespetuosas con el templo. Aunque no escrita de su mano y posterior a su muerte, la Epístola de Santiago llama significativamente sinagoga a la asamblea cristiana y lanza sus amenazas, no contra el poder romano, sino contra los ricos, acusados  de haber matado a Yeshua. Los ricos eran los saduceos, las personas vinculadas a la casta sacerdotal y a los ancianos, las familias aristocráticas. Los pobres (ebionim) son, por antonomasia, los judeocristianos. Los  primeros  van a sufrir en breve –escribe- su merecido castigo, no por mano humana, sino por intervención divina. Las referencias de Hechos a un “comunismo primitivo”, no productivo sino consuntivo, entre los cristianos tienen seguramente un fondo de verdad: muchos vendían sus bienes y entregaban el dinero a la comunidad ante la proximidad del fin. Lo urgente era alimentar a los pobres durante la breve espera: de parecida manera  se comportaron muchos Testigos de Jehová a raíz de su primer anuncio del fin del mundo.  

La conversión de San Pablo de Miguel Ángel, 1542.

Después del 70, el paulinismo, extendido por Siria, Grecia y Roma, se convirtió en la versión cristiana dominante. Los restos de la desaparecida Iglesia-madre, los llamados ebionitas, se dispersaron por el oriente. Se consideraban judíos, no interpretaban la muerte de Yeshua como sacrificio expiatorio y tampoco  creían en su preexistencia como entidad divina. Repudiados por el paulinismo y el judaísmo (tras el 70, la ortodoxia judía se volvió intransigente con cualquier disidencia mesiánica), pocas décadas después los ebionitas eran ya considerados herejes por unos y otros y no tardaron en desaparecer pese a ser los herederos directos de la antigua grey de Santiago a la que el mismo  Pablo denomina  comunidad de los ebionim. Pero, por  lo que se sabe, indirectamente, de sus escritos, tampoco los ebionitas posteriores  predicaron la violencia. Defendían la Torah y un mesianismo conforme con ella.

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