El trasfondo histórico de la filosofía de Nietzsche, por Anselmo Sanjuán

Portrait of Friedrich Nietzsche, 1882; One of five photographies by photographer Gustav Schultze
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Anselmo Sanjuán, Catedrático de filosofía IES i Traductor del alemán.  

Pese a su carácter asistemático, la filosofía de Nietzsche, expuesta en reflexiones y aforismos dispersos, entreverada de metáforas luminosas y de gran condensación significativa, no carece de coherencia interna. Que haya sido fuente de inspiración de una amplísima gama de pensadores políticos y filosóficos, que van desde el fascismo al anarquismo, y de las más diversas vanguardias artísticas y literarias no implica una grave incoherencia interna ni que, filosóficamente hablando, haya cinco o seis Nietzsches incompatibles entre sí.  Incluso los sistemas filosóficos con mayores pretensiones de sistematicidad dejan suficientes brechas de incoherencia –o ambigüedad-   como para inspirar después a corrientes filosóficas de signo opuesto: en el caso de Hegel se habla, con razón, de una “izquierda hegeliana” (marxismo incluido) y de una “derecha hegeliana”, inspiradora de filosofías  liberal-conservadoras (B.Croce) e incluso fascistas (G. Gentile).

Como cualquier otra filosofía, la de Nietzsche tiene uno de sus pies, mejor o peor asentado, en la época que le correspondió vivir. El otro se asienta en una personalidad hipersensible, hipercultivada y propensa a la soledad. Aunque personalmente alejado de  la política y  la sociedad alemanas contemporáneas, su pensamiento no sólo refleja sino que se debate con la problemática que  las afectaba.

Estimamos que el fragmento 438 de su obra Humano, demasiado humano,  en el que presenta su primera reflexión sobre la política y el Estado, es una de las expresiones más cabales de su posición respecto a la antedicha problemática. Lo traducimos al completo:

El carácter demagógico y la intención de influir sobre las masas es en la actualidad algo común a todos los partidos: todos ellos, en virtud de dicha intención, se ven forzados a transformar sus principios en crasas estupideces pintadas al fresco y expuestas  a la vista de todos.  Imposible cambiar ya nada en ese campo. Es más: resulta superfluo levantar siquiera el dedo en signo de oposición, pues en ese terreno vale lo dicho por Voltaire: quand la populace se mêle de raisonner, tout est perdu (cuando el populacho se entromete a razonar, todo está perdido). Sobrevenido algo así,  no queda ya sino avenirse a las nuevas condiciones  al igual que uno se aviene cuando un terremoto desplaza las antiguas lindes y contornos del suelo y altera el valor de la propiedad. Aparte de ello: siendo así que en toda política se trata de hacer la vida más soportable al mayor número posible de personas, qué menos que éstas puedan determinar también lo que ellas entienden por vida soportable. Si, por añadidura, creen poseer la inteligencia para hallar los medios adecuados conducentes a aquella meta, ¿de qué serviría dudar de ello? Quieren, ni más ni menos, que ser los forjadores de su propia felicidad o desdicha y si ese sentimiento de autodeterminación sumado al orgullo por las cinco o seis ideas que abrigan y alumbran  sus cabezas les hace realmente la vida tan agradable como para soportar gustosos  las fatales consecuencias de su estrechez mental, poco hay que objetar en contra. Eso sí, siempre y cuando aquella estrechez mental no vaya tan lejos como para exigir que todo se convierta en política en el sentido antedicho y que todos debamos vivir y obrar según esos mismos criterios. Y es que, ahora más que nunca, es necesario permitir que algunos se abstengan de la política y se mantengan un tanto al margen: pues también a ellos  les empuja en tal sentido  el gusto por su autodeterminación. Se suma también a éste el pequeño orgullo de callar cuando hablan demasiados o, en general, cuando lo hacen muchos. Acto seguido se les debe perdonar a esos pocos que no concedan especial importancia a la felicidad de los muchos, ya se entienda bajo ese término  a los diversos pueblos o a los estratos de cada población,  y  que, ocasionalmente, se hagan culpables de algún gesto irónico. Pues su seriedad radica en otras cosas, su concepto de felicidad es muy distinto, y su meta no la puede abarcar  cualquier mano tosca, provista de tan sólo cinco dedos. Y, finalmente, viene aquello que sólo se les concede muy a contrapelo, pero que también es obligado concederles: momentos para que, de vez en cuando, salgan de su aislamiento silencioso y pongan  nuevamente  a prueba la fuerza de sus pulmones. Entonces se llamarán unos a otros como los extraviados en un bosque, para darse a conocer entre sí y animarse mutuamente. Algo que, inevitablemente, hace audibles algunas cosas que suenan mal a los oídos a los que no van destinadas. Total, poco después se hará  de nuevo silencio en el bosque, de manera que, otra vez, podrán  percibirse el chirrido, el zumbido y el aleteo de los innumerables insectos que viven en él, sobre él y bajo él.

Estas palabras, escritas el año 1877, de gran relevancia para entender la posición básica del pensador sajón frente a la situación política de su tiempo, no pueden, a su vez, ser entendidas  a fondo si descuidamos su trasfondo histórico.

La fisonomía política alemana quedó definida, tras la unificación, en 1871, por varios  trazos básicos. Primero, por la renuncia, en el caso del Reichstag del Reich, al voto censitario de las “tres clases” en favor del sufragio universal “masculino”. El antedicho voto censitario, vigente hasta 1918 en las elecciones puramente prusianas, garantizaba el pleno usufructo del poder a las clases altas: dividiendo el volumen total de impuestos en tres tercios, el primero de éstos, aportado por los ciudadanos más ricos, les garantizaba un número de diputados igual al de cada uno de los otros dos tercios. Según la distribución de la riqueza, podía ocurrir que el 5% de los ciudadanos más ricos tuviera tantos escaños parlamentarios  como el 15 % de los de ingresos medios y el 80% de los de ingresos más bajos. A nivel municipal conducía  a situaciones  tan extremas como la de la ciudad de Essen (a la sazón de unos 250.000 habitantes) en que un solo contribuyente, Alfred Krupp,  designaba, él sólo, a un tercio de los concejales.

Los efectos del impulso político en favor de la unidad nacional y la ampliación de las libertades ciudadanas desencadenado por  la primera asamblea pangermánica de  Frankfurt (1848) perduraban y hacían ya imposible mantener el voto censitario en el Reich. Tanto menos cuanto que Bismarck veía en los liberales y demócratas burgueses su enemigo principal y calculaba que la ampliación del voto a la población más pobre e inculta neutralizaría su peso político. Se corría, eso sí, el riesgo de que el sufragio ampliado diera alas al incipiente movimiento socialista y de que la conflictividad  social adquiriese, como así fue, una nueva dimensión en Alemania.

Aquel riesgo se hizo palpable a partir de 1875. Ese año se llevó a efecto, en la ciudad de Gotha, la unión entre las corrientes, lassalliana y marxista, del movimiento obrero alemán dando lugar al Partido Socialista Obrero de Alemania, SPD, cuya fuerza electoral iría en aumento hasta llegar a casi el 28 % a finales del XIX. Su enorme influencia en fábricas y sindicatos  forzó a Bismarck a reaccionar, a partir de 1878, con medidas represoras –Leyes Antisocialistas- y benefactoras – legislación social y de beneficiencia. También Nietzsche reaccionó con temor al ascenso del socialismo, algo que apenas se entrevé en el fragmento traducido, pero que aflora con claridad  en otros pasajes del mismo libro.

Apenas fundado el Reich –y con ello nos referimos a otro importante rasgo de su fisonomía- Bismarck recrudece la lucha contra la Iglesia Católica, iniciada en 1870 después de que el I Concilio Vaticano declarase dogma la infalibilidad papal y se formase en Alemania el Partido del Centro, confesionalmente católico. El Canciller de Hierro quería la separación de Estado e Iglesia y temía, con razón, que en muchas  cuestiones referidas a los derechos civiles y  la obediencia política, un partido fiel al Papa se convirtiera en  Estado dentro del Estado. En una de las reflexiones más largas de Humano demasiado humano aborda Nietzsche de manera inequívoca y bastante prolija los problemas que suscita la lucha por el poder entre Iglesia y Estado –dos instituciones que le eran especialmente antipáticas-  aunque sin mencionar para nada ni a Bismarck ni al Papa. Al igual que en el fragmento sobre el socialismo, el pensador muestra ser, políticamente hablando, un reaccionario crítico y bastante  cínico, pero con finísimas antenas para barruntar peligros  en futuros aún lejanos.

Analicemos ahora el fragmento 438 a la luz de tal contexto histórico. Nietzsche deja en él meridianamente claro que la irrupción de la democracia en la vida política es similar a la de una catástrofe natural contra la que nada puede hacer un individuo particular, por muy dotado que esté para menesteres no políticos. La democracia, según él, conlleva que una masa obtusa imponga las reglas de juego y que los políticos se adapten a ellas rebajando los grandes principios hasta el borde  de la estupidez. Incluso el nivel del pensamiento político, cree él, se ve negativamente afectado por la democracia. De ahí la cita de Voltaire –la masa, en último término es populacho–  a quien él admiraba como ilustrado crítico, perspicaz y elitista. Por Rousseau sentía, en cambio, una aversión sin compromiso y toda mención de sus ideas, responsables en buena medida de la irrupción del “cataclismo democrático”, rezuma hostilidad y desdén.

Puesto que la gran masa cree saber lo que le conviene y poseer discernimiento respecto a los medios de lograrlo, los hombres de talento eminente no pueden, en democracia, adoptar otra postura que la de una resignación aliviada por cierta esperanza malevolente: que la plebe acabe soportando las consecuencias de sus torpes decisiones. Pero casi a renglón seguido señala Nietzsche de manera enfática cuáles son los límites de aquella resignación: la masa no debe imponer sus criterios –ya nocivos en el plano político- en todos los campos, ni  pretender que los hombres superiores se plieguen a su tipo de vida. Éstos deben tener, por pequeño que sea, un ámbito propio en el que puedan trabajar en orgulloso silencio, indiferentes a las pequeñas satisfacciones de la multitud y,  permitirse alguna que otra ironía –ironía es la transmutación  humorística de la ira– a costa de la inmensa mayoría.

Fiel a su elitismo agresivo, Nietzsche estipula que  las pocas y toscas ideas de la masa la incapacitan para juzgar acerca de toda obra superior  -el éxito público de una obra es para él casi un criterio de su exiguo valor- y, finalmente, reivindica algo de vital importancia: que los espíritus egregios puedan, muy de vez en cuando, pronunciarse en voz bien alta sobre cuestiones de interés general. Más que nada para establecer vínculos entre sí, reforzarse mutuamente y contrapesar en lo posible  el peso plúmbeo de las opiniones y lugares comunes que los aturden. Aquellos pronunciamientos, augura, resultarán molestos –por intempestivos- a los políticos y al público en general (el libro anterior a Humano, demasiado humano lleva por título Consideraciones intempestivas). Una vez retorne la calma, todo seguirá su curso normal: la multitud –la metáfora que los compara a un variopinto enjambre de insectos no puede ser más hiriente- volverá a su cháchara insulsa y a sus pequeños quehaceres.

Si ya la democracia como tal inquietaba a Nietzsche, el socialismo, hijo lógico-natural de aquella, resultaba doblemente amenazador para la autonomía personal y la cultura elitista. Desde una perspectiva histórica, el socialismo encarnaba el triunfo de los ideales cristianos (todos los hombres son iguales ante Dios) y de  “la moral de los esclavos”, es decir, de la tendencia atávica del rebaño humano a despersonalizarse y eludir responsabilidades mediante la obediencia sumisa a entidades suprapersonales, como Dios o el Estado. Como  también la sociedad tiene horror al vacío, la pérdida de vigencia de los ideales religiosos –la “muerte de Dios”- viene seguida del ascenso de un nuevo ídolo, el Estado, “el más gélido de los monstruos”, que embauca con una mentira fundamental: “Yo, el Estado, soy el pueblo” (Así habló Zaratustra), una visión de las cosas que refleja, grosso modo, cuanto acontecía en el Reich.

Los socialistas, afirma Nietzsche en el fragmento 235, anhelan el bienestar del mayor número posible de personas, algo que identifican con el estado perfecto. El precio a pagar – que él no acepta bajo ningún concepto- sería la renuncia al destino y la  autenticidad personales y con ello al surgimiento y cultivo de individuos egregios. Al final de ese mismo fragmento, Nietzsche suaviza su actitud antiestatalista con un matiz: el Estado es una institución bien pensada para proteger a los individuos de sí mismos, pero perfilarlo en exceso acarrea la ruina de aquellos. En  consonancia con esta última idea, despliega Nietzsche una crítica incisiva de las aspiraciones socialistas en el fragmento 473:

El socialismo es el fantástico hermano menor del casi periclitado despotismo, del que quiere ser heredero.  Su aspiración es, entendida a fondo,  reaccionaria ya que codicia tal plenitud de poder estatal como sólo se dio en el caso del despotismo. Es más, supera a todo cuanto se dio en el pasado por el hecho de aspirar formalmente a la extinción del individuo. Éste se le antoja como un lujo injustificado de la naturaleza al que, mediante aquel despotismo, quiere ver mejorado y convertido en  un órgano de la comunidad. Debido a aquel parentesco, el socialismo  aparece siempre en la vecindad de todo despliegue excesivo de poder, al igual que el socialista típico de la antigüedad, Platón, aparece en la corte del tirano de Sicilia. Desea (y en ciertas circunstancia fomenta) el poder del cesarismo de este siglo, pues, como se ha dicho, quisiera ser su heredero. Pero incluso esa herencia le resultaría insuficiente para sus objetivos, pues lo que necesita es el vasallaje más sumiso de todos los ciudadanos bajo el Estado absoluto […].

La frase de que el socialismo se siente a gusto en la proximidad de todo poder excesivo tiene también su trasfondo histórico: el año 1863, el dirigente socialista Lassalle mantuvo una reunión secreta con Bismarck, cuyo poder en Prusia era entonces casi omnímodo, para hablar de la unificación alemana y de la necesidad de desplegar una política exterior más agresiva frente a Dinamarca y Austria. Bismarck dio detalles de este encuentro en 1878 subrayando que las respectivas posiciones eran demasiado contrarias para llegar a acuerdos, pero manifestando gran respeto sobre la personalidad de Lassalle  y su posible papel en el futuro Reich. Esa posibilidad quedó truncada en 1864 al morir Lassalle en un duelo.

En cuestiones políticas y culturales, Nietzsche fue, en general, coherente con  ese elitismo crítico y agresivo y su defensa acérrima de lo vornehm (distinguido, selecto). Los cambios detectables  en sus textos son de acento, de matiz o atribuibles a su estado de ánimo. En Así habló Zaratustra afirma lapidariamente: “La vida es un manantial de placer, pero donde la chusma va a beber con los demás, allí todos los pozos quedan envenenados.” Durante los dos últimos dos años de su vida, en los que cierta agitación mental, presagiaba, tal vez, la locura, los ataques contra Wagner, el cristianismo y las ideas democráticas adquieren una vehemencia inusitada y en el prólogo de su  Anticristo dedica su libro únicamente a los lectores de sensibilidad y agudeza especiales “¿Qué importa el resto?”- se pregunta con retórico menosprecio. “El restocontesta–  es simplemente la humanidad” En días más apacibles matiza su desdén por la cultura de masas (de la chusma burguesa, no lo olvidemos), y por las vulgaridades  de una prensa pretendidamente culta y concede que el buen funcionamiento del trabajo de todos es importante para una sociedad robusta y bien ordenada.

Pero, pese a esa actitud distinguida, que raya a menudo en lo irresponsable, Nietzsche ahondó, escrito tras escrito, en el conocimiento de las fuentes psíquicas e históricas de la moral, se adelantó en más de un sentido al  psicoanálisis y mostró ser un observador certero y crítico sobre la evolución de la ciencia y la filosofía. Respecto a todo ello desplegó no concepciones acabadas, sino hipótesis  heurísticas de cuya discrepancia interna no debe inferirse la incoherencia de su autor. Son intentos de abrir nuevas vías a la razón: intentos  tan novedosos y desconcertantes que no podían por menos de resultar controvertidos. En cualquier caso son extemporáneos “algunos nacemos a título póstumo” dice Nietzsche de sí mismo- para su época. Es que se sitúan abruptamente fuera de los términos de la consabida controversia entre el progreso y la tradición. De ahí que la recepción de su pensamiento  fuera extremadamente diversa según personas y épocas. Una anécdota al respecto: cuando Adorno acabó de leer Die Zerstörung der Venunft (La destrucción de la razón), de G. Lukacs (traducida al castellano como El asalto a la razón), libro que presenta a Nietzsche como un irracionalista peligroso por su agudeza sofística, comentó a un amigo: “¿Qué razón queda aquí destruida? ¿La de Nietzsche o la de Lukacs?”. Éste escribió su libro cuando el ascenso del marxismo revolucionario –ya en buena medida estalinista- parecía imparable. Adorno, tras la catástrofe nazi y la consolidación  institucional del estalinismo en media Europa, vio en  Nietzsche un observador perspicaz que predijo, medio siglo antes, cómo la impetuosa entrada de las masas en política podía propiciar dictaduras que no conocían su igual en la historia de la humanidad.

En suma: en los textos nietzscheanos podían hallar y hallaron materiales aprovechables las vanguardias anarquizantes y las decididamente prefascistas. También los liberales anticlericales y los conservadores refractarios a la demolatría –término con que Nietzsche se refería desdeñosamente a la glorificación de las masas- hallaron allí pasajes reconfortantes. Hasta el ala más intelectual de la socialdemocracia sacó provecho de sus implacables ataques a la cultura burguesa, al clericalismo católico y a la tibieza del compromiso protestante con la cultura secular. Y lo hizo sin dejar de ser fiel a las palabras de Lassalle, según las cuales, toda lucha emancipadora pasaba por vencer  la ignorancia del pueblo a través de la  propia Kulturkampf.

En un próximo artículo, El trasfondo histórico-cultural del enfrentamiento Nietzsche – Wagner, entraremos en otra temática distinta, pero estrechamente vinculada a la teorización nietzscheana de la democracia y el socialismo.

Referencias

Freund, Michael (1975), Deutsche Geschichte, München, Bertelsmann Verlag

Janz, Curt Paul (1981), Friedrich Nietzsche, Band I, München, DTV

Nietzsche, Friedrich (1988), El Anticristo (cap. 47), Zaragoza, Editorial Yalde

           – (1982), Genealogía de la moral (II, cap. 24), Madrid, Alianza Editorial

           – (1969) Menschliches, allzumenschliches, Band I, Berlin, Ullstein Verlag

             1985, Así habló Zaratustra, Madrid, Alianza Editorial

Ross, Werner (1984), Der ängstliche Adler, München, DTV

Wagner, Cosima (1983), Tagebücher, München, Piper Verlag

Per citar l’article: Sanjuán, A. (2016). El trasfondo histórico de la filosofía de Nietzsche. Catxipanda, (2)Recuperat (data de visualització), a https://catxipanda.tothistoria.cat/aw5qD

 

 

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