Anselmo Sanjuán, Catedrático de filosofía IES i Traductor del alemán.
Las guerras napoleónicas habían evidenciado la debilidad de aquel conglomerado de estados –¡más de 200!- denominado Sacro Imperio Romano-germánico. Tras obligar al último emperador, Francisco II, a deponer la corona, Napoleón desgajó más de un tercio de su extensión para constituir la Federación Renana bajo tutela francesa. Después de Waterloo, esa federación desapareció, pero no resurgió el viejo Reich sino un ente político no menos extraño, el Deutscher Bund (Federación Alemana), cuyo nombre no hacía honor a la verdad: era más bien una confederación de estados sin más vínculo que el de la obligación de asistencia mutua en caso de agresión exterior. Imponente por sus dimensiones y su demografía -50 millones de alemanes- el Bund resultaba políticamente inoperante. Toda decisión colectiva requería unanimidad y su único órgano central, la Dieta Federal con sede en Francfort, no se componía de representantes elegidos por los ciudadanos, sino de delegados designados por los respectivos gobiernos.
Anomalías adicionales entorpecían una política exterior efectiva: sus estados más fuertes, Austria y Prusia, pertenecían a él, pero sin poder representar los intereses de sus poblaciones y territorios no alemanes (húngaros, italianos, polacos, rutenos, checos, croatas, etc, con más de 20 millones de habitantes). Por otro lado, el Bund, incluía como miembros a poderosos estados extranjeros con soberanía sobre territorios de habla alemana: Gran Bretaña, cuyos reyes también lo eran de Hannover, Dinamarca, soberana de Schleswig- Holstein, y Holanda, cuyo rey era asimismo Gran Duque de Luxemburgo. Aunque Austria y Prusia desarrollaran potentes políticas exteriores, nunca lo hicieron en pro del Bund. Éste, como tal, solo se mostró eficaz al sofocar los procesos revolucionarios de 1848 al 1851.
Lengua y cultura eran el elemento común a todos los alemanes. También lo era el desencanto ante un armatoste político frente al que los intelectuales se posicionaron de manera muy diversa. Fichte, entusiasta de la Revolución francesa, pero ardiente patriota, propugnaba la unificación de los alemanes en un estado democrático y autárquico. Su pensamiento político dejó su impronta en las Asociaciones Estudiantiles, cuyo “mártir” Carl L. Sand, resumió así su credo:
Prometemos no envainar nuestra espada hasta que todas nuestras tribus fraternas se unan en libertad; hasta que todos los alamanes se unifiquen íntimamente en un solo pueblo, en un Reich de libre constitución, grande ante Dios y poderoso ante sus vecinos
Sand fue ejecutado tras asesinar en 1819 al escritor A. von Kotzebue, sospechoso de trabajar para los intereses rusos.
Hegel atemperó su juvenil entusiasmo democrático y halló su acomodo en el Estado prusiano al que, cautelosamente, aconsejaba reformas constitucionales moderadas. Para Schopenhauer, siempre cáustico con la idea hegeliana de que “Dios guiaba la historia”, no había orden social que pudiera alterar la realidad humana profunda, cegada por la voluntad de vivir y víctima, entre otras cosas, de la ilusión política. Música y literatura eran para él los únicos lenitivos que hacían soportable la vida.
Los demócratas, que propugnaban resueltamente un verdadero Estado para todos los alemanes, se creyeron a un paso de realizar su sueño cuando, en la estela de la Revolución de Febrero de 1848 en Francia, se reunió en Francfort la primera Asamblea Nacional. Su preocupación central era integrar a Prusia en la futura Alemania evitando que ésta quedara engullida por aquella. Tal sueño tuvo un brusco despertar: un año más tarde, las fuerzas reaccionarias de Prusia y Austria, apoyadas por el zarismo, consiguieron mover hacia atrás la rueda de la historia.
Richard Wagner, conmilitón de Bakunin en las barricadas de Dresden, hubo de marchar al exilio. Cuando, en 1869, Nietzsche lo visitó por primera vez en Tribschen (Suiza), había dejado ya de ser admirador de Feuerbach, un hegeliano de izquierdas, y hecho suya la filosofía de Schopenhauer, refugio para desencantados. La música, pensaba, debía humanizar al hombre y redimirlo de la coerción de las fuerzas psíquicas más profundas, la sexualidad, la codicia y el deseo de poder.
También Nietzsche había abrazado el pesimismo shopenhaueriano y, opuesto elitistamente a cualquier política de masas, depositó todas sus esperanzas en el renacimiento cultural de Alemania. Wagner se convirtió para él en un segundo padre a cuyos objetivos culturales se propuso servir. Ambos saludaron con patriotismo tan tibio como ambivalente el triunfo de las armas alemanas en la Guerra Franco-prusiana: se conseguía por fin la unidad alemana -sin Austria- pero bajo la férula prusiana. La reacción práctica fue, sin embargo, distinta en cada caso. Wagner sabía que el apoyo de Luis II de Baviera, ahora políticamente subordinado a Bismarck, no bastaría para lograr sus fines. Tenía que hallar un modus vivendi con el Emperador y su Canciller. Nietzsche, ajeno a todo compromiso, acabaría enfrentado al Reich y a la cultura oficial.
Como quedó dicho en el artículo anterior, el punto de partida de la separación personal del joven filósofo respecto al ya veterano compositor fue la inauguración de los Festivales de Bayreuth, en 1876, pero ya antes, al margen de la divergencia de caracteres, se interponían entre ambos diferencias culturales que se ahondarían tras la separación.
Los años 1877/8 fueron decisivos en ese sentido. Las cuatro Intempestivas nietzscheanas anteriores lo eran tan sólo tibiamente por cuanto, inscritas en la órbita cultural de su mentor, debían adaptarse a ella y suavizar su filo crítico. En 1877, ya personalmente independiente, el filósofo resolvió nadar con audacia contra las corrientes culturales de la época: el cristianismo tradicional, el cristianismo progresista –versión wagneriana incluida- y el nacionalismo con su componente antisemita. El primer escrito implacablemente intempestivo, Humano, demasiado humano (1778), causó estupor en los Wagner e incomodidad entre muchos amigos comunes, penosamente obligados a tomar partido. El compositor renunció a su lectura después que Cósima interrumpiera abruptamente la suya. Las sociedades wagnerianas, por su parte, estimaron que el libro constituía una traición al maestro. Nietzsche comenzó a sufrir las inclemencias de su soledad y escribió así a Malwida von Maysenbug, una feminista muy culta: “Frente a los liberadores del espíritu, los hombres se muestran máximamente irreconciliables en su odio y máximamente injustos en su amor. Pese a ello quiero seguir calladamente mi camino y renunciar a todo cuanto pudiera obstaculizarlo”. Malwida alabó frente a terceros la perspicaz aforística de aquella obra. Frente a los Wagner, amigos íntimos, calló prudentemente.
Pese a confesar ante varios conocidos que el mejor favor que podía hacer al libro de su “amigo Nietzsche” era no leerlo, Wagner se creyó en el deber de dar réplica, bien que indirecta, al nuevo rumbo intelectual de aquel. Lo hizo publicando en agosto de 1878 un artículo Publikum und Popularität, en las Bayreuther Blätter. Criticaba allí el burdo cientifismo de algunos filólogos y filósofos del momento, quienes, obnubilados por los logros del método cientítico-natural, lo juzgaban apto para desentrañar la génesis de la obra de arte. Esos “Goliats del conocimiento” negaban lo genial y el conocimiento intuitivo, no analítico, de lo sublime en el arte. La alusión a Nietzsche era algo pérfida, pues el Goliat bíblico, fanfarrón e impetuoso, cayó derribado por alguien inaparente, pero mejor armado. A los envanecidos nuevos filósofos, les recordaba Wagner el lamento inicial del Doctor Fausto de Goethe, quien, habiendo llegado a la cima de varias ciencias, reconocía su ignorancia básica sobre el destino humano. Por lo demás, encarecía, el buen sentido del pueblo llano pagaba con su indiferencia la fatuidad de los supuestos expertos en arte y se mostraba en cambio agradecido al goce artístico sin mediadores.
Significativamente, el artículo hace una firme defensa del cristianismo contra el que, en Humano, demasiado humano, había lanzado Nietzsche su primer ataque en profundidad. Le preocupaba a Wagner que la ciencia hiciera cada vez más difícil la creencia en un “Dios creador” y que el ateísmo ganara adeptos incluso entre los espíritus más agudos. El problema más embarazoso del cristianismo era, a su parecer, el hecho de que sus teólogos insistieran en explicar históricamente el Dios revelado por Jesús a partir del Jehová tribal del A. T, explicación escandalosa que fomentaba la descreencia. Evidentemente, su antisemitismo le impedía aceptar los resultados del método histórico-crítico, ya dominante en la teología de entonces. Su “intuición” artística veía a Jesús como descubridor genial del “verdadero Dios”, irreductible a toda explicación histórico-cultural. Era, por otra parte, un Dios susceptible de ser reinterpretado por Wagner mediante puestas en escena tan efectistas por su acompañamiento musical como inanes a efectos de explicación objetiva. Lamentaba Wagner de pasada que mientras los templos cristianos se vaciaban, las sinagogas se llenaran de fieles en las principales ciudades alemanas como si, tras casi dos milenios, el colérico Jehová tornara a la tierra para destronar al Dios del evangelio. Pocas manifestaciones antisemitas expresan de manera tan gráfica el temor ante el ascenso social y cultural de los judíos europeos como la de Wagner. Rezuma sincero dolor por el futuro de la cultura alemana, pero entendida, erróneamente, como intrínseca y exclusivamente cristiana.
Ahora bien, tales puntos de vista no son nuevos en él. Son coherentes con su pensamiento anterior. En un artículo de 1868 la revista Bayreuther Blätter y titulado Was ist Deutsch?, el compositor desarrollaba una difusa filosofía de la historia a la que, recelos antiprusianos aparte, subyacía un nacionalismo esencialista. Según él, la concepción imperial romana, reforzada por el papado, había sofocado lo auténticamente alemán a lo largo de la E. M. Cualquier restauración del Sacro Imperio, avisaba, sólo establecería un sucedáneo de consecuencias fatales para la germanidad:
En su anhelo de gloria alemana, los alemanes no pueden, a menudo, soñar otra cosa que algo similar al restablecimiento del Imperio Romano, de modo que hasta los más benignos de entre ellos se sienten arrebatados por un inequívoco deseo de dominación y supremacía sobre otros pueblos. Olvidan hasta qué punto la concepción romana del estado repercutió negativamente en el florecimiento de los pueblos germánicos [… ] Bien mirado, el afán de conquista no es nada alemán y el deseo de someter a otros pueblos es antialemán” (R. Wagner, Was ist deutsch?)
Al romper con el universalismo católico y el cesarismo imperial, la Reforma posibilitó, según Wagner, una profunda autorreflexión capaz de superar la devastación de la Guerra de los Treinta Años y de alumbrar en su pureza “der deutsche Geist”, el espíritu alemán. Emergió éste con la música de Bach, se robusteció con los grandes teóricos del arte Winckelmann y Lessing y culminó con la eclosión de la literatura clásica alemana encabezada por Goethe y Schiller. Ahora, tras constatar la incompleción del Bund, cabía trabajar para que el futuro estado pangermánico se asentara en sólidos cimientos culturales con la música en su centro. Pues bien podría ser, apuntaba, que los alemanes
No estuviéramos destinados a dominar el mundo, pero sí a ennoblecerlo […] Con la ayuda de todas estirpes germanas emparentadas podríamos impregnar al conjunto de ese mundo con nuestras creaciones culturales más genuinas, sin llegar a ser nunca sus dominadores. (R. Wagner, Was ist Deutsch?)
El compositor no explica por qué los pueblos alemanes actuaron durante siglos de manera tan inesencial y opuesta a su genuina naturaleza, conquistando, p. ej., Hispania, (visigodos), Italia (longobardos) y Francia (francos). Tampoco entenderíamos a partir de sus premisas por qué volverían a obrar contra natura, por así decir, en las dos guerras mundiales del siglo XX.
La exaltación de lo “alemán genuino” lleva a Wagner a juicios históricos harto problemáticos. El Renacimiento, juzgaba, había mostrado hasta qué punto un pueblo románico, el italiano, era capaz de recoger someramente el espíritu grecorromano e imitar sus formas culturales. Quedaría reservada a los alemanes, por su honda sensibilidad humana, la recepción auténtica del clasicismo, a través de Winckelmann y Lessing, que no se expresaría imitando formas sino creando otras originales y aceptadas por toda Europa. El parentesco profundo entre lo alemán y lo clásico, quedó simbolizado, subrayaba, en la segunda parte del Fausto de Goethe mediante la unión del trágico doctor alemán con la clásica Helena.
Con enfoque similar contemplaba Wagner la Reforma: en ella, el genio alemán asumía la esencia del cristianismo y prestaba a éste el nervio que lo convertía en fermento cultural y en religión de validez universal.
Extraída la quintaesencia de ambas recepciones, la del mundo clásico y la del cristianismo, concluiríamos -extraña paradoja- que lo peculiar alemán radica en ser universal por antonomasia. Quedaría así prefigurada en Wagner la ufana sentencia difundida por los nacionalistas alemanes y por su Kaiser Guillermo II: “Am deutschen Wesen soll die Welt genesen” (“en la esencia alemana ha de hallar el mundo su salud”)
Volviendo a Nietzsche, cabe destacar que ya las primeras influencias recibidas durante su profesorado en Basilea lo distanciaban de la cosmovisión de Wagner. Tarde o temprano, la convivencia entre ambos hubiera resultado frágil e incierta.
Hacia los años 1869/1870, ya profesor novel en la citada ciudad, Nietzsche asistió como oyente a un ciclo de lecciones que con el título Sobre el estudio de la Historia, impartió el gran conocedor del Renacimiento J. Burckhardt. Negaba éste que la historia tuviera como meta el obtener “un conocimiento objetivo, en el sentido de una acumulación de saber desinteresado, con aspiración de exhaustividad”, idea que Nietzsche reproduce en parecidos términos en su segunda Intempestiva: no es posible un saber histórico desinteresado ni, menos aún, exhaustivo. Buscarlo convertiría a los hombres en rehenes del pasado y paralizaría su fuerza creativa cara al futuro. El interés supremo de la historia estriba en conocer los grandes momentos y personalidades del pasado de manera que inspiren y potencien la acción de los hombres enfrentado a la presión del entorno. Posición coincidente en lo esencial con la de Burckhardt, para quien el conocimiento histórico sólo adquiere sentido a partir del “único centro permanente y posible para nosotros […] el hombre tal como fue, es y será siempre, el hombre que sufre, aspira y actúa”.
Burckhardt desecha la idea racionalista e ilustrada de que los estados se hubieran fundado sobre la base de un “contrato social” legitimadora del poder. Pensaba, más bien, que surgieron de la violencia ejercida por ciertos grupos étnicos sobre la mayoría social, violencia cohonestada a posteriori mediante leyes aptas para la cohesión del conjunto. El sabio suizo era un liberal derechista, hostil a cualquier democracia avanzada. En Más allá del bien y del mal y en la Genealogía de la moral, Nietzsche dio a esa tesis una expresión ásperamente antidemocrática: el derecho sanciona, con dureza modulada según los casos, el dominio de los más fuertes, algo exigido por toda civilización de metas elevadas. Los movimientos democráticos aspiran a la igualdad y a la plebeyización de la cultura por cuanto, imbuidos de la moral judeocristiana, encarnan la rebelión de la masa rencorosa. El filósofo actualizaba así el pensamiento del sofista Calicles, refutado por Sócrates en el diálogo platónico Gorgias.
Los dos libros mencionados contienen abundante material aprovechable para la ideología nazi, pero sería erróneo deducir de ahí que su idea central condujera derechamente a aquella. Nietzsche no pensaba en categorías nacionalistas o estrictamente racistas, sino extremadamente elitistas y de sesgo europeísta. Favorable al mestizaje cultural, veía en la creciente influencia de las élites judías un refuerzo del espíritu europeo. Elucubraba, incluso, sobre si de la mezcla entre las élites prusianas de Brandenburgo, hechas al mando y a la obediencia responsable, y la élite judía, perspicaz y calculadora, no podría surgir un tipo de europeo superior. Además, rechazaba de plano una solución belicista a las tensiones continentales.
La influencia de Burckhardt y la de sus propias lecturas llevaron pronto a Nietzsche a una visión histórica diametralmente opuesta a la de Wagner. Ya en Humano, demasiado humano (Aforismo 237) subraya que:
El Renacimiento italiano albergaba en su seno todos los poderes positivos a los que hemos de agradecer la cultura moderna, o sea, la libertad de pensamiento, el desacato a las autoridades, el triunfo de la educación sobre la fatuidad del linaje, el entusiasmo por la ciencia y el pasado científico del hombre, el desencadenamiento del individuo, el fervor por la veracidad y la repulsa de la pura apariencia o mera afectación […] fue la Edad de Oro de este milenio, pese a todas sus tachas y vicios. Frente a él, la Reforma alemana emerge nítidamente como la protesta enérgica de espíritus rezagados que no sentían para nada el hartazgo de la cosmovisión medieval y que en vez de saludar con júbilo –como era obligado- los signos de disolución y el extraordinario achatamiento y vacuidad de la vida religiosa, percibieron todo ello con profundo despecho.
La Reforma, recalca el aforismo, provocó la Contrarreforma y, con ello, un retraso de siglos en el despertar científico de Europa. De no ser por los delicados equilibrios políticos que hubieron de afrontar Papa y Emperador, concluía,
“Lutero habría acabado en la hoguera como Huss y los albores de la Ilustración habrían surgido, tal vez, más tempranamente y con esplendor aún más bello de lo que ahora podamos intuir”
En Más allá del bien y del mal radicaliza otros puntos de vista anteriores. Su exploración de la psique humana, estimulada por la lectura de La Rochefoucauld y Voltaire, le lleva al rechazo del Yo substancial cartesiano. La conciencia personal es para él una compleja estructura estrechamente vinculada a las pulsiones instintivas. No hay “facultades” que nos permitan acceder –sea deductiva, sea “intuitivamente”- a la “realidad en sí”. La filosofía de una persona deriva, en último término, de qué instintos predominan en su psique “pues todo instinto aspira a dominar y, como tal, intenta filosofar” (Aforismo 6). Pensamiento osado que el psicoanálisis confirmaría en parte: ¿No son muchas teorías sociales –el darwinismo social, p ej.,- racionalizaciones del instinto de poder? Y la pulsión sexual -o al miedo a la misma- ¿no ha inspirado imponentes teorías morales? Con recurrentes alusiones a su antiguo amigo, esta obra se muestra antiwagneriana por demás. En el aforismo 244, p. ej., cuestiona que el espíritu alemán sea profundo y niega, desde luego, que lo sea la “germanidad” del momento. Una “vivisección” del alma alemana mostraría, subraya sarcástico, que quienes se lamentan de que en el pecho de los alemanes convivan penosamente dos almas, se quedan cortos en la cuenta. La psique germánica carece de un núcleo homogéneo, pues
Es ante todo múltiple y de procedencia diversa; más un agregado o compuesto de capas superpuestas que una construcción: ello radica en sus orígenes […] Como pueblo resultante de una tremenda mezcla y revoltijo de razas, posiblemente con predominio del elemento preario, […] los alemanes son más inabarcables, difusos, contradictorios, desconocidos, imponderables, sorprendentes e incluso temibles de los que otros pueblos son para ello: escapan a toda definición y ya solo por ello son la desesperación de los franceses.
Agresivo y punzante es el aforismo 256. Comienza criticando el “alejamiento enfermizo que el delirio de las nacionalidades ha provocado en Europa”, delirio fomentado por “políticos miopes y de mano rápida” y expresa el deseo de que los espíritus clarividentes lleguen a una “nueva síntesis” europea, impulsados por una afinidad de raíz más profunda que la de las diferencias. Lamenta que, una vez más, espíritus egregios “llamados a enseñar a su siglo –que es el siglo de la masa!- el concepto de ´hombre superior…” acaben, como Wagner, “doblegados y prosternados ante la cruz cristiana”. y en referencia directa a éste dice:
Sería bueno que los amigos alemanes de Richard Wagner deliberasen entre sí sobre si en su arte hay algo que sea, en último término, alemán o sobre si lo que lo caracteriza no proviene justamente de fuentes e impulsos supraalemanes. Y no conviene minusvalorar al respecto que París, hacia donde se sintió atraído desde lo más profundo de su instinto y en el momento más decisivo, resultó imprescindible para el desarrollo de su índole personal.
El aforismo, réplica directa al artículo de Wagner Was ist deutsch– acaba con ésta pregunta mordaz “¿y eso sigue siendo alemán?” Se refiere Nietzsche a los ademanes sacerdotales del Parsifal, con sus manos oferentes en medio del penetrante olor a incienso y entre fingidos arrebatos extáticos. Él mismo da la respuesta final:
“Pues lo que oís es Roma, -la fe de Roma expresada sin palabras-”
La ironía de Nietzsche no puede ser más hiriente: el gran defensor de la Reforma habría abandonado las maneras rudas e iracundas de Lutero para adoptar otras más untuosas, pero más hipócritas: las propias de la curia romana.
Referencias
Burckhardt Jakob, Weltgeschichtliche Betrachtungen, Edic. Digital, SPIEGEL ONLINE, Hamburg.
Freund, Michael. (1975). Deutsche Geschichte, München, Bertelsmann.
Janz, Curt Paul. (1981). Friedrich Nietzsche, Band I), München, DTV.
Nietzche, Friedrich (1988), El Anticristo (cap. 47). Zaragoza: Editorial Yalde.
– (1982). Genealogía de la moral (II, cap. 24). Madrid: Alianza Editorial.
– (1969). Menschliches, allzumenschliches, Band I. Berlin: Ullstein Verla.g.
– (1985). Así habló Zaratustra. Madrid: Alianza Editorial.
Ross, Werner. (1984). Der ängstliche Adler, München, DTV.
KöhlerHLER, Joachim. (1992). Zaratustras Geheimnis. Berlin: Rohwohlt Verlag.
Wagner, Cosima. (1983). Tagebücher. München: Piper Verlag.