Anselmo Sanjuán, Catedrático IES i Traductor del alemán.
Si pudiéramos delimitar un conjunto de datos fiables sobre la persona de Jesús, el “Cristo” (“Ungido” o “Mesías”), desechando los que la leyenda y/o el partidismo sectario añadieron tras su muerte, ¿qué perfil personal podríamos trazar uniéndolos entre sí? Algunos autores lo anticipan decididamente: el de un revolucionario resueltamente subversivo en lo político y lo social, enemigo enconado de las clases dominantes en el Israel del siglo I d.C. y dispuesto a dar la gran batalla al poder romano.
El problema, a la hora de trazar el perfil personal y político-religioso de Jesús de Nazaret, es que resulta más fácil expurgar los datos no fiables que discernir con seguridad los fiables y siempre resta un conjunto de datos situados en una amplia franja de indecisión. Ahora bien, según desechemos o admitamos una u otra parte de los datos de esta última, llegaremos a perfiles muy discrepantes e incluso contradictorios. Jesús de Nazaret, a quien, para insertarlo en su ambiente y alejarnos un poco de las connotaciones piadosas y dogmáticas, llamaremos en este artículo Yeshua de Nazareth, sigue siendo “el hombre de las mil caras” y el optar por una u otra conlleva siempre cierto grado de arbitrariedad o, cuando menos, de incertidumbre.
En su libro El Problema de Cristo, el teólogo protestante A. Kalthoff escribió a principios del siglo XX: “En la carencia de toda certeza histórica, el nombre de Jesús se ha convertido, para la teología protestante, en un recipiente vacío en el que cada teólogo vierte sus propias ideas”
Kalthoff negó la historicidad de Yeshua y no es el único teólogo en hacerlo. El “Cristo” era para él una idea surgida entre los marginados que anhelaban el fin de sus miserias en un futuro Reino de Dios, idea que fue “tomando cuerpo” hasta articular en torno suyo a toda una comunidad religiosa enfrentada al judaísmo tradicional y a la religiosidad pagana.
El teólogo H. Raschke, también protestante y resuelto adversario de los nazis, consideraba que el Cristo de la religión pertenece al reino de la metafísica, no al de la historia real, y que ello le permitió imponerse a todos sus rivales religiosos. En Raschke –como en Hegel- la religión se disuelve en la filosofía.
Toda una escuela de pensadores e historiadores independientes se ha esforzado por mostrar que el personaje central del cristianismo adquirió perfiles humanos a partir de un mito sugestivo. Bruno Bauer inició esta corriente de pensamiento a mediados del siglo XIX. Con su Christianity and Mythology (1900), el librepensador racionalista J. M. Robertson dio un gran impulso a tal enfoque, defendido años después y de manera harto especulativa, por el filósofo alemán A. Drews: El mito de Cristo.
Con todo, las referencias a Cristo de las cartas paulinas –los documentos más antiguos del cristianismo- y sus diferencias en la interpretación de su misión y su muerte, respecto a la sustentada por la primera comunidad pospascual, dominada por los apóstoles y testigos reales de su acción y predicación, sólo pueden entenderse partiendo de la realidad histórica de aquel Yeshua de Nazareth. Un análisis más cuidadoso de las fuentes históricas testamentarias y extratestamentarias ha permitido esclarecer buena parte de la problemática a la que se enfrentan los evangelios y entender el efecto textual de sus distintos enfoques. Otro dato histórico inequívocamente presente en las cartas paulinas, en los evangelios y en las llamadas cartas apostólicas, es el de la espera de la parousia, la segunda venida, “en gloria”, del crucificado. Eran decenas las comunidades cristianas que, durante los años que precedieron a la Guerra Judeo-romana acabada el 70 d.C., concluían sus reuniones con el grito ferviente de ¡Maranatha! (el Señor viene o, tal vez, ¡Ven, Señor nuestro!). Algunos de los miembros de esas asambleas habían tenido contactos con personas que habían sido seguidores directos de Yeshua o habían sido convertidos por sus enviados. Es prácticamente imposible que se espere unánimemente el “regreso” de alguien difunto si ese alguien no ha vivido previamente. Había dudas sobre el cuándo sería el momento de tal reaparición e incluso, en algunos, de si realmente aquella se produciría pero no sobre la muerte real del personaje cuyo regreso anhelaban. Negar la existencia real de este último implicaría afirmar que un grupo bastante numeroso de personas se habían inventado una fábula, habría embaucado incluso a una persona de gran agudeza como Pablo y estaría dispuesto a correr toda clase de peligros con tal de sostener la patraña. Añadamos que habrían creado un personaje falso y, sin embargo, de gran carisma y notable influencia entre los desclasados y pobres de Palestina para, extrañamente, llevarlo al fracaso, crucificarlo y poder echar la culpa a sus propios compatriotas. Todo ello es bastante absurdo.
Pablo polemizó agriamente con la comunidad primitiva de Jerusalén acerca de la significación y el alcance de la muerte de Yeshua, pero no sobre si éste había vivido y muerto realmente, lo que dice mucho a favor de una vida real, aunque de personalidad difícil de calibrar, y nada a favor de un embuste tan gratuito como contradictorio. Pues la historia muestra que se dan contradicciones terribles a nivel personal o colectivo, pero no que se creen puras fábulas contradictorias en su propia entraña. Las contradicciones de un hecho real se reflejan después en las versiones que se dan de él, pero nadie inventa un embuste totalmente contradictorio en sí mismo para endilgárselo a los demás. La polémica entre Pablo y la comunidad pospascual tiene sentido en aquel marco histórico-cultural: para ésta última, Yeshua era primordialmente el Mesías anunciado por el A. T. y se vio forzada a superar la contradicción de un Mesías derrotado y crucificado escudriñando textos del A. T. Ese grupo de discípulos y seguidores directos creyó haber hallado el sentido más profundo del mesianismo a la luz de ciertos salmos y, sobre todo, de los textos de Isaías sobre el “siervo sufriente”. Para Pablo, judío helenizado, de cultura ecuménica y conocedor de los misterios paganos, aquella muerte desvelaba –él lo supo por revelación- el “misterio” que Dios tuvo en secreto durante siglos, cuyo meollo era la “redención universal”.
Las versiones, discrepantes e incluso contradictorias, sobre el núcleo esencial de la fe cristiana, la resurrección de Yeshua (Pablo: “si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe”) se explican según la dinámica de la psicología personal y colectiva y también de la propia historia: de unas “visiones” tenidas, posiblemente por María Magdalena y otras mujeres –de María dice el evangelio que Yeshua había expulsado de ella “siete demonios”, lo que apunta a epilepsia o histeria- se pasa a otras tenidas por hombres, testigos más fiables para la cultura de entonces, y finalmente a narraciones más tardías en las que el resucitado “toma realmente cuerpo”, se deja palpar, se pasea, come y, finalmente, desaparece ascendiendo a los cielos (Lucas) o de manera indeterminada (Mateo).
Pablo, la fuente más antigua y fiable que, según su testimonio, habló como mínimo en dos ocasiones con Pedro y Santiago, el hermano de Yeshua y su sucesor al frente de la primera comunidad jerosolimitana, no habla para nada de “reencuentros” con un cuerpo redivivo. Sólo de apariciones visionarias. Hemos, pues, de pensar razonablemente que tales reencuentros son ya fabulaciones de cuestionable sinceridad con las que, en fase más tardía, la secta cristiana pretende aportar “pruebas empíricas” del punto más controvertido de su fe. Por lo demás, ningún apartado evangélico resulta tan confuso, embrollado y contradictorio como el referente al Yeshua resucitado. En Marcos, el primero de los evangelistas, éste no aparece en escena; ni siquiera visionariamente. Es un ángel quien anuncia a unas mujeres que reaparecerá en Galilea adelantándose a sus discípulos más allegados. Los ángeles, en el N. T. son a menudo el Deus ex máquina que resuelve problemas engorrosos. Marcos, verosímilmente, no se atreve a presentar físicamente al resucitado y, al mismo tiempo, disimula la vergonzosa huida de los discípulos a Galilea, como algo previsto y deseado por su maestro. Por ello hubo que añadir, unos decenios después, un final más “satisfactorio” a su evangelio, final que trata de conciliar de manera artificiosa los finales de Mateo y Lucas.
Volviendo a Pablo como fuente más fiable: él reconoce –especialmente en la Carta a los Gálatas- que, partiendo de sus propias convicciones, estrictamente legalistas, persiguió a los mesianistas yeshuánicos, no porque creyeran en el mensaje de una persona que no había existido, sino por las licencias que se permitían al aplicar la Ley judía y, probablemente, también por considerar falso Mesías a la tal persona. El capítulo 18 del Deuteronomio era un arma terrible de dos filos. Los cristianos podían aferrarse al versículo 15 en el que Yahveh promete a Moisés que en el futuro suscitaría “de entre sus hermanos (de etnia y religión) un profeta semejante a ti”. Pero, casi a renglón seguido, añade que si un profeta pronuncia una sola palabra que no sea de Yahveh, morirá y después da un criterio para saber si tal o cual palabra profética es auténtica: “Si ese profeta habla en nombre de Yahveh y lo que dice queda sin efecto […] es que Yahveh no ha dicho tal palabra”. Sobre la base de ese texto muchos judíos tenían que ver en Yeshua un falso iluminado o un impostor. Fue el Pablo ya convertido quien, de manera muy diferente a los discípulos directos, halló en el A. T. apoyos textuales susceptibles de justificar parcialmente el terrible destino del galileo. Su conocimiento de la cultura y la filosofía helenística paganas le permitió remachar teológicamente aquella justificación e imprimirle un carácter que rebasaba el marco nacional del judaísmo. De la conversión de Pablo, la investigación histórica puede, desechando las galas literarias con que Lucas adorna todo este asunto, algunas razones plausibles a las que nos referiremos más adelante. Las vivencias subjetivas de la misma son, hoy por hoy, inextricables.
Frente a quienes rebajan los textos del N. T. a pura fantasmagoría o a fábula impulsada por intereses religioso-políticos, están aquellos que, a impulsos de una confianza acrítica, conceden un sentido literal, hiperrealista, a algunos de los más problemáticos. Hugh J. Schonfield, p. ej., se toma tan en serio los reencuentros entre los apóstoles y el resucitado, que deduce de ahí una crucifixión real, pero físicamente superada por cuanto urdida como estratagema por el propio Yeshua y sus hombres de confianza. El escritor Siegfried Obermeier creía asimismo en una crucifixión superada de modo que Yeshua pudo vivir aún bastantes años en Cachemira difundiendo su mensaje. No falta quien lo acusa de falso mesías aconchabado con los romanos que, mediante una crucifixión fingida, lo convirtieron en héroe del pacifismo ad maiorem gloriam Romae. El autor que sostiene tan extravagante punto de vista, cuyo nombre no recuerdo, no se recata en afirmar que el galileo colaboracionista vivió cómodamente en Roma disfrutando de una buena pensión imperial.
He señalado ya que para mí el hecho más seguro de todo el N. T. es el de la existencia de múltiples comunidades de creyentes que esperaban la inminente “segunda venida” o parusía de su héroe, provisionalmente “sentado a la diestra de Dios” como premio a su muerte vicaria. El teólogo Martin Hengel afirma (Jesús y la violencia revolucionaria): “Que Jesús fue crucificado es, sin lugar a dudas, el hecho histórico mejor comprobado de todo el N. T. Que la crucifixión se debió a una acusación política lo demuestra el título sobre la cruz: Rey de los judíos.”
Admitámoslo así, aunque Pablo testimonie de manera más directa el hecho de la fe colectiva en la parusía y sólo hable de la cruz sobre la base de las declaraciones de los cristianos a quienes persiguió y de las de los apóstoles a quienes rindió visita en Jerusalén. Si Jesús fue crucificado bajo una acusación política, ¿qué había hecho para merecer esa muerte tan atroz? Martín Hengel, opuesto a las versiones de quienes quieren ver en aquel Yeshua un mesías nacionalista dispuesto a la violencia revolucionaria, emite al respecto este juicio:
Los adversarios de Jesús deben haber visto en su conducta la pretensión de ser el definitivo y omnipotente enviado de Dios y supieron formular ante Pilatos esta pretensión de tal modo que éste, dado que al parecer Jesús no la rechazaba, se vio obligado a ejecutar al acusado como rebelde.
Tal afirmación en un teólogo cultísimo que estudió por extenso las relaciones culturales entre el judaísmo y el helenismo (Judentum und Hellenismus) sorprende por su vaguedad y tono exculpatorio: en caso de duda, a favor de los evangelios… y ¡de Pilatos!
Para Hengel, Yeshua era un pacifista radical, aunque indignado por las injusticias sociales y el poder abusivo de los saduceos y los notables de su pueblo. Pero ¿se compaginan bien ideología mesianista y pacifismo radical? ¿Acaso no veía Yeshua que el verdadero y determinante poder lo ejercía Roma y no el Sanedrín? Si es así, el mesías visionario carecía de una percepción clara de la realidad.
Si adoptamos la óptica cristiana de la historia surge ante nosotros este esquema histórico: con gran acompañamiento de tonos épicos y líricos, los grandes profetas hebreos predicen, para un futuro indeterminado, la llegada de un mesías victorioso que, tras aplastar a sus enemigos, restablece la gloria y el poder de un Israel convertido en centro político y espiritual del mundo. El centro de ese centro sería el templo, “casa de oración de todas las naciones” (Is 56, 7 y Mc 11, 17). Siglos después llega el supuesto mesías, promete la pronta instauración del “Reino de Dios” y, como resultado de la combinación azarosa de una intriga saducea con la decisión atolondrada de un procurador romano, sucumbe miserablemente a manos de sus enemigos. El impacto social de su aventura vital es, de inmediato, nulo y, con el tiempo, su doctrina contribuye a reforzar al imperio dominador y esclavista y a intensificar la opresión y persecución de su propio pueblo. Es obvio que ya las primeras comunidades tuvieron grandes dificultades para digerir aquella tremenda disonancia histórica. Se imponía, pues, superarla mediante una revolución en el enfoque religioso de la historia. Y supieron llevar a buen término la ardua tarea. Para ello, el judeocristianismo desfiguró por completo el concepto de mesías gracias, como ya he señalado, a una interpretación audaz de los textos de Isaías relativos al “siervo sufriente de Dios” y de algunos versículos de los Salmos. Orientado a la predicación entre cristianos gentiles, Pablo fue bastante más allá desvelando el “misterio” que Dios había mantenido secreto siglos y al que él accedió mediante una visión/revelación a la que no se podía acceder ayudándose de las leves señales del mismo esparcidas en el A.T. El valor de esa visión/revelación, de carácter puramente espiritual, sobrepasaba con mucho lo que los discípulos “presenciales” podían haber aprendido del “Yeshua según la carne”.
En una u otra versión, aquella profunda revisión conceptual del enfoque providencialista de la historia sirvió para complicar los textos evangélicos y hacer más nebuloso el papel histórico jugado por Yeshua. Como resultado de la misma el evangelio que él predicó a su propio pueblo, la pronta venida del “Reino de Dios”, se convirtió en el evangelio en el que él mismo era predicado, y en el que se difundía, a todas las “naciones”, no sólo al “pueblo elegido”, el sentido de su muerte. De ahí que los evangelios constituyan narraciones enrevesadas y contradictorias en las que los hechos son, a menudo, deformados –cuando no inventados lisa y llanamente- por teologías muy diferentes entre sí. Añadamos asimismo la necesidad sectaria de adaptarse a un marco político cambiante y de defenderse frente a la amenaza representada, sobre todo, por la religión judía tradicional. Imposible, en estas condiciones, saber exactamente en qué consistió el proyecto vital de Yeshua. Hay que conformarse con ciertas aproximaciones.
La vía más fecunda de aproximación, aplicada por el método histórico-crítico, es la de explotar las propias contradicciones y discrepancias evangélicas. Ello permite ver cómo se disimulan aquellos hechos que hacían vulnerable la doctrina de la nueva secta y cómo se desfiguraban otros en función de la visión teológica aplicada. Por supuesto que el hecho central que cabía reinterpretar era el de la muerte afrentosa de Yeshua: ¿cómo convertir tan evidente fracaso en suceso exaltante y estimulante para la fe? Los textos dejan entrever primero una superación del trauma inicial causado por la crucifixión, superación tras la cual la secta se afirmó en esta posición algo defensiva: “a pesar de ese final”, Yeshua de Nazareth es el auténtico mesías de Israel. Después, merced a las especulaciones de Pablo, se pasa a una fase más ofensiva: “gracias a ese final” se cumple el gran proyecto de Dios para la humanidad; la recta interpretación de la muerte de Yeshua permite la comprensión completa y absoluta de la historia, de la que el judaísmo no es más que una visión parcial, relativa y subsumible en la nueva.
En realidad, la concepción de Pablo equivale al fin de la historia humana, liquidada por la teología: sólo faltaba su clausura oficial mediante la gloriosa parusía del Hijo de Dios. Más recientemente, por cierto, el filósofo Francis Fukuyama también ha señalado el fin de la historia, clausurada por el triunfo definitivo del demoliberalismo. Pero ambos “han pasado a la historia” aunque dejando distinta huella: profunda y duradera la del primero; mucho más somera, la del segundo.
No es fácil zafarse de la antedicha óptica religiosa porque, como he subrayado, los textos neotestamentarios están en gran medida redactados bajo su influencia. Podemos deducir de ahí que el Yeshua de la historia no está fielmente reflejado en ellos, pero ¿cómo aproximarse a él?
Por lo pronto, preguntemos a bocajarro, de manera hipotética, pero no condicionada por motivaciones teológicas o confesionales: ¿qué papel quiso desempeñar realmente aquel galileo crucificado? ¿El de cordero expiatorio de los pecados de la humanidad? ¿El de propagador de la ética del amor y la paz universales? ¿El de un revolucionario social en pos del Reino de Dios, el Israel Santo debelador de las naciones (todos los no judíos)? La primera opción es la de la teología paulina que al convertirlo en un ente “preexistente al mundo”, echaría las bases para su posterior asimilación a Dios. La segunda opción es la preferida por una teología más moderna, incluidos muchos teólogos que dejaron de serlo a efectos confesionales. Es más moderna en cuanto evita en lo posible los galimatías de consubstancialidad, unión personal en Yeshua de las naturalezas divina y humana, etc. La tercera opción es la defendida por marxistas como Engels, K. Kautski (Orígenes y fundamentos del cristianismo) y G. Puente Ojea. Este último (La formación del cristianismo como fenómeno ideológico) interpreta y perfila el material histórico accesible mediante un arsenal de categorías marxistas, pero, de hecho, se basa fundamentalmente en las conclusiones extraídas por el historiador de las religiones S.G. F. Brandon (Jesus and the Zealots y The fall of Jerusalem and the Christian Church). Emparentada con esta visión hay otra que acentúa el carácter militarista del mesianismo de Yeshua: la sustentó Robert Eisler (Jesús Rey sin Reino) y la popularizó hace unos cuarenta años Joel Carmichael en su obra Vida y muerte de Jesús de Nazaret.
Dejando aparte la paulina y otras versiones fundamentalistas desarrolladas a partir de ella, y la militarista con muy poco apoyo en los textos –incluso después de su depuración- examinaré en próximo artículo hasta qué punto puede ser históricamente consistente la tercera de las hipótesis y en qué medida no habrá de hacer importantes concesiones a la segunda para aproximarse a un relato plausible de los hechos.
Bibliografía resumida
Hengel, Martin (1973), Jesús y la violencia revolucionaria. Salamanca: Sígueme.
Meier, John P. (1998), Un judío marginal. Estella: Verbo Divino.
Kautsky, Karl (1974), Orígenes y fundamentos del cristianismo. Salamanca: Sígueme.
Lüdemann, Gerd (2001), Jesus nach 2000 Jayren. Lüneburg: Klampenverlag
Schenke, Ludeger (1990), UDGER, Die Urgemeinde. Berlin: Kohlhamme Verlag