Anselmo Sanjuán, Catedrático de filosofía IES i Traductor del alemán.
Que un rebelde judío se erigiera en mesías, era algo normal en la fase álgida de cada revuelta antirromana: Lo hizo, probablemente, Judas el Galileo, iniciador del partido zelote, para protestar (7.d. C.), contra el yugo fiscal. En la primera fase de la Guerra del 66 al 70, su hijo Menahem se vistió con galas de rey. Algo más tarde Simón bar Giora acuñó moneda en pro de “la la redención de Israel”. Aunque las legiones de Tito acabaran momentáneamente con cualquier esperanza mesiánica, ésta renació durante la Revuelta de la Diáspora –del 115 al 117 de. C.- que afectó a La Cirenaica, Asia Menor, Chipre y El Egipto y se saldó con horribles masacres entre judíos y gentiles. En el curso de la misma, el rebelde Lukuas acuñó moneda y se autotituló mesías. Lo mismo hizo Simón bar Kojba, “el Hijo de la Estrella”, en el último gran levantamiento antirromano (del 132 al 135 d. C). Bar Kojba fue ungido por el famoso rabí Akiba, quien profetizó la victoria final. Vinieron, sin embargo, la derrota y la devastación total de Jerusalén convertida Aelia Capitolina, una colonia romana. La represión de Adriano fue durísima, pues la Revuelta de la Diáspora había frustrado una casi segura victoria sobre los partos y estaba aún fresca en su memoria. Dion Casio habla de la aniquilación de más de medio millón de judíos cifra que, incluso reducida a menos de la mitad, no deja de ser espantosa.
¿Fue Yeshua ajusticiado preventivamente como un mesías del tipo antes descrito? Los cuatro evangelios escriben que junto a él fueron crucificados otros dos malhechores. Cabría pensar que ambos fueran seguidores suyos y que Marcos, fuente de Mateo y Lucas, lo disimulara para reducir la gravedad del enfrentamiento armado en Getsemaní. Si realmente Yeshua fue arrestado como mesías en Getsemaní y contaba con centenares de seguidores, el choque con la tropa armada que lo redujo debió saldarse con decenas de ejecuciones. Pero también es plausible que Marcos “construyera” la triple crucifixión para presentarla como cumplimiento de un vaticinio (Is 53, 12, “será contado entre los malhechores”): eventus ex prophetia. Flavio Josefo no escribe nada al respecto, de forma que, o no hubo enfrentamiento digno de ese nombre o los escritos de este historiador nos han llegado mutilados por los copistas cristianos.
El historiador J. Wellhausen creía que Yeshua no buscó la liberación del yugo romano, pero tal vez sí del yugo de la hierocracia y la nomocracia:
Se alzó como agitador y reclamó para sí la dignidad mesiánica, o al menos dio la impresión de que lo hacía. No retrocedió ante la violencia en la purificación del templo. Sus discípulos portaban armas y se lanzaron a luchar cuando fueron sorprendidos… (Citado por M. Hengel en Jesús y la violencia revolucionaria).
Pero ¿podía realmente un aspirante a mesías pasar por alto el hecho de que la hierocracia era un instrumento en manos de los romanos? Que Yeshua intentase librarse de ella para convertirse él mismo en títere del imperio raya en el sinsentido. Si aceptó la dignidad mesiánica asumió también la responsabilidad de una liberación total en el plano social (bienaventuranzas) y en el político: “Los reyes de las naciones dominan sobre ellas […] y son llamados bienhechores […], pero yo estoy entre vosotros como un servidor” (Lc 22, 25-27).
Despojados de ornamentos teológicos, los evangelios ofrecen un escueto relato histórico de secuencias congruentes, aunque trufadas de elementos dudosos. Que Yeshua de Nazaret fue crucificado por los romanos como Rey de los Judíos es un hecho seguro. La responsabilidad de las autoridades judías por ese hecho es indubitable, aunque no bien delimitable. Es asimismo seguro que sus discípulos huyeron en desbandada tras su arresto y que, superado el trauma, se reagruparon esperando la parusía, el pronto y glorioso regreso del resucitado. Esa esperanza es el hecho mejor y más tempranamente documentado del N.T y su frustración afectó al ánimo y cohesión de la secta que, durante años, concluía sus asambleas proclamando en arameo ¡Maran atha! (¡El Señor viene!). Pudo, con todo, superar el revés anímico gracias a su arraigo social y a una seria rectificación teológica: en tiempos más recientes, Testigos de Jehová y Mormones han superado dificultades similares con recursos parecidos.
Los escasos datos seguros del N.T. permiten hacer algunas inferencias. De la esperanza en la parusía se infiere que la comunidad sabía que Yeshua había muerto y creía que había resucitado. Lo primero se basaba en testimonios propios –creyentes residentes en Jerusalén- y ajenos: los de los adversarios satisfechos con su fracaso. Creían que había resucitado porque, como se desprende de una lectura de Pablo y los evangelios, visiones y apariciones fueron tomando cuerpo y se convirtieron en escenas de colorido realista en las que el resucitado departe y come con los suyos.
¿Testimonia la crucifixión de Yeshua que su mesianismo era similar, p. ej., al de Bar Kojba? Muchos contemporáneos constataron, sin duda, su propósito de restaurar el Reino de Israel y sus seguidores lo creyeron capaz de ello. Consumado su fracaso, éstos últimos, no tenían otra alternativa que reinterpretar a fondo todo el asunto o caer en una melancolía autodestructiva. Pablo escribe (ICo, 1, 22) que a los judíos les repugnaba la idea de un mesías crucificado, de lo cual se infiere que la esperanza popular, arraigada en el A.T., era la de un mesías vencedor. La dialéctica paulina trató de superar esa teología de “bajos vuelos”, pero muchos rabinos eran partícipes de ella, por más que se mantuvieran cautos acerca del momento y persona mesiánica. En Lc 24, 21, los discípulos de Yeshua se muestran decepcionados por su muerte (“Nosotros esperábamos que sería el que iba a librar a Israel”) y en Hechos 1, 6 compartiendo mesa con el resucitado, le preguntan: “Señor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el Reino de Israel”? Aunque impregnados de fantasía teológica, esos pasajes muestran que sus seguidores lo creían mesías a la manera popular y que, superado el trauma de su muerte, confiaron en la inmediata victoria final. Ahora bien, décadas después, el propio Lucas registra un nuevo estado de ánimo colectivo y su resucitado reacciona secamente a la impaciencia de sus fieles:: “A vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre…” La parusía pasa a segundo término y deja paso a la urgente difusión del mensaje cristiano “hasta los confines de la tierra”. En contraste con ello, Pablo aseguraba unos cuarenta años antes, que el mesías reaparecería en su gloria y que todos, él incluido, serían arrebatados vivos al cielo. Lucas documenta el viraje histórico que convertiría en Iglesia lo que no era, al principio, sino una secta más del judaísmo.
Yeshua fue proclamado mesías por sus seguidores, pero no es seguro que él asumiera esa función con pleno convencimiento. Pues primero se presentó como profeta anunciador del Reino, no como el mesías anunciado. Los evangelios sólo dejan entrever la mutación de lo uno en lo otro. En el cuarto, Yeshua huye para que la gente, impresionada por el milagro de la multiplicación de los panes, no lo proclame rey a la fuerza (6, 14). Pero las palabras con las que la gente acogió el supuesto milagro, “Éste es verdaderamente el profeta que iba a venir al mundo”, ayudan a entender dicha mutación. Sorprendida por sus poderes de curandero, exorcista y por el magnetismo de su palabra, mucha gente llegó a verlo no como mero anunciador del Reino, sino como el profeta prometido antaño por Moisés: “Yahveh suscitará de en medio de tus hermanos un profeta como yo, a quien escucharéis” (Dt 18, 15). Un profeta, pues, con autoridad de caudillo político para liberarlos del nuevo yugo extranjero. Pero Yeshua tenía sus reparos para asumir ese papel de segundo Moisés y sólo años después de su muerte, en pleno proceso de exaltación de su figura, los evangelios lo elevan a ese rango mediante la alucinante escena de la transfiguración: revestido de un blanco resplandeciente en lo alto de un monte y situado entre Moisés y Elías, Yeshua recibe el testimonio de su divina elección. Todo ello es un trasunto de la escena del Éxodo en la que Dios habla a Moisés ante tres de los suyos. Los tres supuestos testigos, y oyentes de la voz celeste, son ahora Pedro, Santiago y su hermano Juan. ¿Fruto, todo ello, de la mendacidad sectaria o de la piedad exaltada? Es posible que cada una aporte lo suyo a esa reelaboración teológica del fracaso mesiánico.
El único, pero importante pasaje sinóptico relativo a la mutación antes señalada aparece primero en Mc 8, 27-30. Yeshua pregunta a los suyos qué piensa la gente de él y por quién lo tienen ellos mismos. Algunos, responden aquellos, lo consideran Juan Bautista, otros Elías y otros uno de los profetas. Respuesta que podría ser un eco de las expectativas y el desconcierto populares: ¿Será Juan Bautista redivivo (algo aceptable para la religiosidad popular)? ¿Será Elías? (profeta, taumaturgo y predecesor del mesías, según el A.T.). ¿Será un profeta más? Hasta ese momento, pues, Yeshua era considerado como profeta. Pero, a la segunda pregunta Pedro responde por todos: “Tú eres el mesías”, proclamación que eleva su categoría religioso-política, pero que él no acoge con entusiasmo: “Les mandó enérgicamente que a nadie hablaran acerca de él”. Mateo retoca esa respuesta para dejar claro que Pedro ha hablado por inspiración divina, no a partir de “la carne o la sangre”. Después enmienda significativamente la orden de Yeshua: “Mando a sus discípulos que no dijeran a nadie que él era el mesías” (Mt 16, 20). En Marcos uno tiene la impresión de que Yeshua se muestra reticente; en Mateo asume decidido su papel mesiánico, aunque conmine a la prudencia.
En todo caso acabó ejerciendo de mesías y escogió a doce de sus discípulos como futuros jueces del futuro Reino, un Israel que recuperaría las diez tribus perdidas. ¿Asumió con ello la responsabilidad de encabezar un movimiento dispuesto a la violencia colectiva? El problema es que, al revés que en el caso de Bar Kochba o Simón bar Giora, las referencias escritas hablan de un Yeshua básicamente pacifista. De ahí que quienes, como K. Kautsky, R. Eisler, J. Carmichael y G. Puente Ojea, defienden su caudillaje belicista afirmen asimismo que los evangelios enmascaran ese aspecto por motivos políticos: tras la catástrofe del 70, a la comunidad cristiana, ya mayoritariamente gentil, le convenía disimular sus orígenes judíos y revolucionarios y adaptarse a la nueva Pax Romana de la dinastía Flavia.
En favor de una interpretación de Yeshua como rebelde violento hablarían en primer término su propia ejecución y su entrada en Jerusalén, aclamado como mesías libertador. Por supuesto, también el que expulsara del templo a vendedores y cambistas. Añádanse algunas frases en las que anuncia que no trae la paz sino la espada y conmina a los suyos a adquirirla vendiendo su manto. A tal conminación responden así los suyos: “aquí hay dos espadas” (Lc 22, 37), algo que R. Eisler interpreta abusivamente como dos espadas, la larga y la daga corta, por cada seguidor, con lo que estaríamos hablando de decenas o centenares de armas. Cierto que hubo resistencia durante el prendimiento en Getsemaní (los evangelios hablan de al menos un herido), pero, ¿es la que cabía esperar de una tropa armada hasta los dientes?
Resulta extraño que Flavio Josefo, judío romanizado, pero de tendencia farisea, comente debidamente la predicación y muerte de Juan Bautista y nada diga de las de Yeshua. Las pocas líneas que les dedica en sus Antigüedades Judaicas, el llamado Testimonium Flavianum, son, total o parcialmente, una interpolación cristiana. En esa misma obra se refiere a Santiago, víctima del odio del sumo sacerdote, como el “hermano del llamado mesías”, única referencia, aunque indirecta, a Yeshua relativamente fiable. Puesto que Josefo se pasó a los romanos tras ser hecho prisionero y predecir el ascenso de Vespasiano al trono, los rabinos se desentendieron de su obra y no podemos excluir -insisto- que los cristianos suprimieran de ella cualquier otra referencia que les resultase incómoda.
Los aspirantes a mesías antes mencionados condujeron poderosos grupos armados, lucharon, mataron, acuñaron moneda, quemaron archivos para destruir los documentos de deuda a favor de los poderosos y liberaron esclavos judíos. Todos sucumbieron al poder superior de Roma. Con todo, si nos atenemos a los documentos del N. T., lo único que Yeshua tiene en común con ellos es su final violento. No hallamos allí llamadas a la sublevación, ataques premeditados a fortalezas romanas o incitación a la guerrilla en las montañas. Yeshua promete –esto es incuestionable- un orden social radicalmente nuevo y ello, si se piensa realistamente, implicaría un nuevo ordenamiento político. La pugna entre discípulos por ocupar en él los primeros indica que éste tendría una jerarquía idónea para hacer cumplir la “voluntad de Dios”, exigencia prioritaria de Yeshua.
Todo lo cual conduce a esta insalvable alternativa: o Yeshua quería un nuevo orden sociopolítico, lo que implicaba un enfrentamiento violento con Roma, o excluyó tal enfrentamiento y renunció con ello a toda transformación revolucionaria. Ya he dicho que quienes optan por lo primero sólo pueden ver en los evangelios un intento de enmascarar interesadamente aquella primera disposición a la violencia. El teólogo M. Hengel, por su parte, afirma rotundamente la vocación pacifista de Yeshua, admitiendo, no obstante, que aspiraba a un orden social radicalmente nuevo. Según él cabía realizar el Reino de Dios mediante las armas, solución de los rebeldes zelotes, o “… aliviar las concretas y enormes necesidades, vendar las heridas en lugar de golpearlas. Jesús eligió, de un modo consecuente, el segundo camino” (Jesús y la violencia revolucionaria, Pág. 26)
Ahora bien, esas palabras equivalen en el fondo a sustituir la transformación radical por meros paliativos y no nos salva de la alternativa.
Otro modo de escapar a la misma sería aceptar consecuentemente que Yeshua se propuso transformar de raíz la realidad sociopolítica, pero partiendo de un enfoque visionario: que la intervención oportuna de “su Padre” haría innecesarios los enfrentamientos armados. La fe absoluta en tal intervención permitiría, de la manera que fuese, superar todos los obstáculos hasta convertir a Israel en el estado de “los santos”, rector de todas las naciones del orbe: el sueño profético de Isaías. Esa interpretación –me parece- se compagina bien con lo que puede saberse sobre su persona, su modo de obrar y su fracaso. Eso sí, haría de él hombre poseído por una especie de locura religioso-moral apta para granjearle gran ascendiente sobre sus seguidores, pero a costa de percibir ilusoriamente las realidades de este mundo y tomar frente a ellas decisiones fatales. Ello explicaría también su enorme impacto histórico: el ideal de un Reino de Dios, presente en el judaísmo, cobró – gracias a su sacrificio y a su resurrección– nuevo vigor para atraer a masas enormes, social y políticamente oprimidas. La fuerza responsable de mantener vivo aquel ideal, la Iglesia, acrecentó con ello su poder hasta ejercer una influencia opresiva sobre vidas y conciencias de los creyentes. Ya asentada en la realidad y desvanecida la esperanza en la parusía, se creyó única depositaria de las verdades necesarias para introducir paso a paso en el mundo el orden divino supuestamente deseado por quien, yo no era simplemente el mesías judío, sino el redentor universal Recordemos las palabras de A. Loisy: “se esperaba el Reino de Dios y vino la Iglesia”
Antes de abundar en esa última interpretación de Yeshua, cabe desvirtuar la tesis de su belicismo mesiánico. Su ejecución dista de ser una prueba concluyente al respecto. Más de un profeta del A.T perdió su vida por incomodar al poderoso de turno y el Bautista, persona de gran ascendiente público, fue decapitado por sus críticas a Herodes Antipas. Su bautismo, por otra parte, constituía un desafío para los sumos sacerdotes, pues declaraba inútiles, a efectos expiatorios, las prácticas rituales del templo. Yeshua, su discípulo, fue visto como alguien superior a él y los evangelios dan testimonio seguro de la aversión que Antipas sentía por él. Razones de por sí suficientes para que acabase ejecutado.
El odio de la jerarquía sacerdotal está presente en los cuatro evangelios, pero lo que no está claro –y es un punto esencial para entender su concepción religiosa- es qué valor adjudicaba él al templo en sí. Los textos pertinentes son confusos, cuando no contradictorios. La escena de la “expulsión de los vendedores” es la favorita de quienes lo consideran un mesías al asalto del poder. Para Eisler, el intento de expulsar a cambistas, vendedores y, especialmente, a los traficantes de ganado requería un enfrentamiento con derramamiento de sangre pues
“En todo el mundo no hay un solo pastor de bueyes que deje que expulsen su rebaño del mercado sin sacar el cuchillo y atacar a sus contrarios” (Jesús Rey, sin Reino, citado por M. Hengel en Jesús y la violencia…, pág. 14)
Carmichael, por su parte, analiza las dimensiones de las distintas áreas del templo y llega a la conclusión de que, para ocuparlo, ni que fuera unas horas, Yeshua necesitó una fuerza armada considerable. E.P. Sanders y el propio Hengel reducen por su parte el mencionado episodio a incidente o alboroto circunstancial, pero cargado de fuerte simbolismo religioso: Yeshua quiso mostrar proféticamente su condena de las prácticas mercantiles en el templo y del lucro que los sumos sacerdotes obtenían de aquellas. Hengel admite que tan solo para “ocupar” el atrio del templo –unos 25 estadios de fútbol- se hubiera necesitado una tropa muy numerosa, pero objeta que la cohorte de más de 500 soldados de la Torre Antonia, contigua al atrio, hubiera intervenido en caso de tan hipotética ocupación. Pero Josefo, que narra varias intervenciones sangrientas de las tropas de Pilatos, no dice nada acerca de ello. Por lo demás se sabe, por fuentes rabínicas, que el ganado se vendía fuera del área del templo. Los sinópticos no hablan de traficantes de ganado.
No puede descartarse que la obra de Josefo nos haya llegado mutilada, pero la evidencia interna de los evangelios indica que tras el episodio comentado, Yeshua continuó discutiendo vivamente con saduceos, muy apegados a la jerarquía del templo, y fariseos, predominantes en las sinagogas. La versión evangélica de tales discusiones es sin duda, sesgada, pero el solo hecho de que tuvieran lugar excluye cualquier confrontación sangrienta anterior. Los sacerdotes lo vigilaban y, en Galilea, Pilatos tuvo noticia de su portentoso paisano al que debió considerar peligroso pero controlable por el Sanhedrín. Todo lo cual obliga a reducir a dimensiones modestas el incidente del templo, pero no a minimizarlo: Yeshua se movía, sí, con libertad, por la ciudad, pero siempre acompañado por un grupo de los suyos y, de noche, se retiraban a lugares más seguros. Que en Getsemaní se produjera un arresto indica lo precario de aquella libertad.
Otro incidente acaecido en el templo y registrado por Lucas (Hech. 21, 27) arroja cierta luz sobre el anterior. Obedeciendo la instrucción de Santiago, hermano del difunto Yeshua, Pablo se somete a un largo rito de purificación. Desgraciadamente unos judíos de Asia que lo habían oído predicar allí contra la Torá y la circuncisión lo reconocen y alarman al pueblo. Pablo escapa al linchamiento porque alguien subió la escalinata de la Torre Antonia y avisó al tribuno de la cohorte que “tomó consigo soldados y centuriones” e impuso la calma. Si ese tumulto circunstancial provocó la rápida reacción de la cohorte, tanto más resuelta y contundente, se deduce, habría sido tal intervención en caso de que Yeshua hubiera ocupado militarmente aquel área.
El tema “Yeshua y el templo” –insisto- es esencial y el hecho de que los textos pertinentes sean confusos oscurece también los términos de su condena. Es plausible que exigiera un culto más puro en la “casa de su Padre”, pero no faltan apoyos textuales a favor de una actitud más radical: desear o prever su destrucción. Los acusadores de Pablo a raíz del incidente comentado le reprochan hablar “contra la Ley y contra el templo”. ¿Seguía la doctrina de Yeshua en ese punto? Cuestión irresuelta. Lo que está claro al respecto es que el hermano de Yeshua, Santiago, era devoto del santuario y de la Torá y, en cuanto tal, admirado por los fariseos, aunque odiado por el sumo sacerdote, que halló oportunamente la ocasión de acabar con su vida. La enorme tensión entre Pablo y Santiago es mucho más visible en las cartas paulinas que en la versión ecléctica de los Hechos de Lucas. Pero, incluso en estos, se observa la enorme autoridad de Santiago, que somete al primero a una humillante escena de purificación en el templo (Hech 21, 24-26). Y en esa misma obra afloran, en la propia comunidad de Jerusalén, dos tendencias totalmente opuestas: la del propio Santiago, devoto del culto, y la del protomártir Esteban, que lo considera superfluo, pues “El Altísimo no habita en casas hechas por la mano del hombre” (Hech 7, 48). La actitud de Esteban, acusado por los fariseos, y lapidado por orden del sumo sacerdote, provoca una persecución de la Iglesia en Jerusalén, lo cual no obsta para que Lucas diga algo más adelante que “las iglesias gozaban de paz en toda Judea, Galilea y Samaria [….]” (Hech 9, 31)
La actitud de los cristianos respecto al templo se movía entre la veneración (Santiago) y la aversión al mismo (paulinismo extremo). Pero esto no aclara cuál fue la posición del propio Yeshua, ni cuál fue el verdadero alcance de su gesto purificador. Los evangelistas lo explican (¿o lo enmascaran?) a la luz del profetismo de Isaías y Jeremías poniendo en su boca dos sentencias de Yahveh: “Mi casa será llamada casa de oración para todas las gentes” (Is 56, 7) y “la habéis convertido en casa de bandidos” (Jer 7, 11). Si realmente las pronunció, Yeshua exigió, desde luego, más respeto por “la casa de su Padre”. Pero tampoco eso excluye la posibilidad de que previera, o deseara, su destrucción: el propio Jeremías (7, 14) escribe que Yahveh, irritado por los pecados del pueblo y sus dignatarios, amenazó con destruir el templo, como ya había hecho –por mano filistea- con el santuario de Silo, sede del Arca de la Alianza.
La cuestión del templo jugó un papel importante en el juicio ante el Sanhedrin, pero la narración marquiana es -¿interesadamente?- confusa: unos testigos afirman haber oído su amenaza de destruir el santuario, hecho por hombres, pero (Mc 14, 59)- “no coincidía su testimonio” (¿no coincidía en la sustancia o en el detalle?). Las palabras del protomártir Esteban suenan, significativamente, como eco de las atribuidas a Yeshua. Lucas elimina en su narración del juicio toda referencia al templo, algo que encaja bien con su visión ecléctica: reafirmar paulinismo, pero sin criticar abiertamente el rigorismo legista del “hermano del Señor”. En Hechos, sin embargo, escribe que algunos testimonian falsamente haber oído a Esteban decir que Yeshua “destruiría este lugar […]”. En el cuarto evangelio es Yeshua quien desafía “a los judíos”: “Destruid este santuario y en tres días lo reconstruiré” (2, 19). El evangelista explica después –¡a los lectores!- que se refería a su cuerpo (“reconstruido” en tres días). Todo ello carece de sentido: “los judíos” se quedan sin respuesta, pues la destrucción del templo nada tiene que ver con el tema de la resurrección, introducido aquí con calzador y lo que se entrevé, una vez más, es la problemática relación que Yeshua mantenía con el culto y los sacrificios.
Una cosa es segura: la destrucción del templo el año 70 fue interpretada por los cristianos como castigo por el pecado de entregar a Yeshua a los romanos y como señal definitiva del fin de los tiempos, lo cual reavivó por algunos años la esperanza en la parusía. El recuerdo de la actitud crítica del maestro frente al templo, dio pie a la comunidad postpascual para poner en su boca un detallado vaticinio de su destrucción: prophetia ex eventu. Eso elevaba su rango profético, pero al precio de ahondar la brecha entre la fe cristiana y la nueva y más rígida ortodoxia farisea. Para ésta, el pecado del pueblo había consistido en seguir obcecadamente a los falsos mesías – Yeshua incluido- que lo soliviantaban apocalípticamente y ahora, siguiendo a Pablo, se alejaban de la Torá.
Del hecho, sólo probable, de que Yeshua hubiera deseado la destrucción de templo y culto no puede deducirse que deseara también generalizar la violencia para instaurar el “Reino de su Padre”. En ese punto se puede coincidir con los teólogos, conservadores o progresistas. Pero, frente a la mayor parte de ellos, cabe subrayar que Yeshua nunca se creyó Dios, nunca pensó en “dar su sangre” como rescate de una humanidad perdida y siempre –salvo en los días finales de su vida- creyó en su victoria. Y es que, alejado afectivamente de su familiar, se creyó adoptado por Dios para, primero, anunciar su Reino y, más tarde, facilitar su llegada como mesías. La supresión de toda miseria y de todo poder político opresivo no exigiría violencia, porque la fe sin fisuras removería cualquier obstáculo. Su ilusorio entusiasmo religioso elevaba su exigencia moral hasta situarla entre lo sublime –compasión ilimitada- y la inhumanidad sectaria –renuncia total a los afectos familiares y la propiedad-, pero disminuía su capacidad para ponderar sobriamente los obstáculos de la realidad. Sólo en los días finales de su vida, tras esperar en vano la intervención salvífica de su padre y sentir en carne propia el acoso enemigo, aumentó su sentido de la realidad y permitió a los suyos, no organizar ataques, pero sí una mínima defensa de supervivencia. Lucas lo registra claramente: Yeshua advierte a los suyos que hasta ahora habían podido moverse entre el pueblo desprovistos de alimentos y armas, pero que la nueva situación exige llevar provisiones y adquirir un arma, incluso si para ello debieran vender su manto (22, 35) Es muy probable, que abocado ya al fracaso, él se entregara para salvar al grupo, lo que explicaría psicológicamente algunos pasajes evangélicos escritos, no lo olvidemos, varias décadas después del fracaso: la mala conciencia de los discípulos huidos, especialmente la de Pedro, la necesidad de compensar su cobardía engrandeciendo la figura del maestro y el odio sectario contra los judíos no creyentes.
Alimentaba aquella mala conciencia otro factor clave: Pedro y los dos impetuosos hermanos, Juan y Santiago, llamados Boanerges (Hijos del Trueno) habían sido determinantes en su alocada proclamación como mesías y, por lo tanto, en su crucifixión. El incidente en el templo, modesto de por sí, constituía –como su entrada como rey en Jerusalén- un acto de soberanía frente al poder sacerdotal establecido. Un Yeshua simple profeta habría sido tolerado. Como mesías resultaba muy peligroso, pero facilitaba también el concurso del poder romano.
El peso de la crucifixión de Yeshua sobre la conciencia de los discípulos, unida al intenso apego emocional que habían sentido por él, facilitó su reagrupación. Imposible para ellos deshacer el camino recorrido: ahora constituiría una traición privarlo del título de mesías. Lo urgente era reinterpretar y elevar el sentido de su mesianismo; revertir su fracaso. Las primeras visiones -psicológicamente determinadas- ayudaron a esa tarea y a la fantástica creencia de que regresaría glorificado a establecer el Reino prometido. Siglo y medio antes, la secta esenia de Qumran se había reagrupado tras la muerte de su “Maestro de Justicia”, víctima de un “sacerdote maligno”, y seguía esperando el triunfo final. La comunidad de Yeshua obró de modo parecido, solo que, habiendo roto la frontera religiosa y cultural que separaba a judíos y gentiles, pudo superar su sectarismo y convertirse en una religión universal. Los esenios, en cambio, desaparecieron por su beligerancia tras la debacle del 70 (entre sus escritos figuraba un Manual de la Guerra) y ese hecho diferencial es casi una prueba de que, como trataré, de mostrar en otro artículo, la comunidad cristiana no luchó contra los romanos como una secta nacionalista más –como sostiene Brandon- sino que supo sobrevivir y prosperar en todo el imperio. Santiago, -no el apóstol, sino el hermano de Yeshua- se hizo con su dirección y la reorientó a fondo, relegando a Pedro y neutralizando parcialmente a Pablo.
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