Soledad Bengoechea, doctora en historia, miembro del Grupo de Investigación Consolidado “Treball, Institucions i Gènere” (TIG), de la UB y miembro de Tot Història, Associació Cultural.
A finales del siglo XIX y principios del XX, la mayoría de la población española vivía de forma precaria. Su alimentación era en general escasa y poco variada. Sus viviendas, carentes de comodidades, resultaban poco o nada confortables. El atuendo con el cubrían su desnudez, sobre todo en las zonas rurales, hoy consideraríamos miserable. Las prendas de vestir duraban muchas décadas e incluso generaciones. La ropa de los hijos e hijas mayores pasaban a los hermanos siguientes, y así hasta llegar al más pequeño. En realidad, lo que se dice estrenar solo acostumbraba a hacerlo el primogénito; y ello con suerte, pues siempre había primos u otros parientes de los cuales heredar. Entre las clases menos favorecidas, las mujeres se preparaban desde muy niñas para saber coser, hacer labores de punto o ganchillo. Cualquier mujer que se preciase sabía reteñir, recoser, remendar y coser piezas sencillas. Y era costumbre que el ajuar de las jóvenes, iniciado por ellas mismas a una edad muy temprana, ya lo tuvieran muy avanzado en la pubertad.
Desde que tenían uso de razón, las niñas, peinadas con largas trenzas y vestidas con largas faldas, si no tenían que ir al campo o a hacer de niñeras, iban a la escuela, si en la zona la había. A veces, también acudían aunque estuviera lejos. El estudio, sumamente precario, a menudo lo alternaban con el aprendizaje de lo que sería su oficio retribuido: costurera (producía ropa y artículos para la casa, tales como cortinas, ropa de cama, tapicería y mantelería y remendaba prendas sencillas) y después modista (hacía prendas de vestir). Si bien la costurera era quien cosía las prendas, esta división de tareas se establecía en los talleres de costura, pero no entre las mujeres que cosían en su domicilio. Algunas concentraban en su persona las tareas de modista y costurera. La clienta se desplazaba a sus casas para hacer el encargo, las consabidas pruebas, o al revés.
Tanto el oficio de costurera como el de modista se realizaba por transmisión en el seno de la propia familia o sus aledaños. Las jóvenes pronto adquirían destreza con agujas, alfileres, hilos, tijeras, punzones y dedales. Si los padres podían costearlo, las pequeñuelas asistían una temporada a las «costuras», donde adquirían los conocimientos necesarios para poder confeccionar prendas más o menos sencillas. En las zonas frías españolas, dado el estado de los caminos, cubiertos de nieve en el largo invierno, si iban caminando, pisaban muy fuerte la nieve que les helaba los pies. Algunas de ellas, oriundas de pueblos cercanos a las capitales de provincia, se iniciaban en el oficio realizando estancias en escuelas y centros asistenciales; también en los propios talleres de costura, donde al contraer matrimonio podrían seguir proporcionándoles el trabajo a domicilio.
Existían, también, talleres-escuelas, por lo general confesionales, donde las monjas, además de religión y modales, enseñaban a las niñas costura, bordados… pero estas alumnas solían pertenecer a familias en una situación económica superior a la media. Nadie esperaba que trabajasen en el oficio. Simplemente, este aprendizaje era considerado parte fundamental de su formación como mujer —antes que una capacitación formal— y, solo en caso de necesidad, como salida laboral1.
Hacia 1850 se había comercializado la máquina de coser a pedal de la firma Singer y, a principios del siglo XX, muchas mujeres que se dedicaban a la costura se hicieron con ella. ¡Todas a las que su economía se lo permitió! El cambio era muy importante pero la adquisición de una máquina requería del ahorro de varios meses de trabajo con extensas jornadas a destajo y, lo que era quizás más difícil de conseguir, un garante, puesto que la mayor parte de las compras eran a crédito.
Otro cambio relevante para la sociedad española y, en concreto, para estas mujeres que estaban enganchadas a la aguja se produjo cuando en las casas se instaló la luz eléctrica. Hasta entonces, coser bajo la iluminación de las velas o del candil medio quemaba los ojos de las costureras. Pero todo empezó a cambiar con la construcción de la primera central eléctrica, en 1875, en Barcelona, y con la posterior creación de la Sociedad Española de Electricidad en 1881, en la misma ciudad. Girona fue la primera en la que se inauguró la red de alumbrado público urbano, en 1886. Pero la electricidad tardó en llegar a todos los hogares españoles, sobre todo en los situados en las zonas rurales. Hasta 1981, el pueblo de Sotres, en Asturias, tanto sus calles como sus casas estuvieron sin ella.
Algunas, simples costureras, con grandes esfuerzos se pagaban las clases de una academia de corte y confección y se hacían modistas. ¡Superaban barreras! Miraban revistas de moda, diseñaban, hacían patrones, elegían tejidos, cortaban, ajustaban, probaban la prenda a su clienta, la confeccionaban.
Agachadas sobre las máquinas, y con el pie dolorido de balancear el pedal, las costureras y las modistas pasaban doce o más horas al día trabajando para obtener un jornal que, con notable exactitud, se ha calificado de jornal del hambre. Aunque en una sociedad impregnada de religiosidad muchas no se saltaban la misa, incluso el domingo tenían que sentarse a la máquina si había trabajo. A ello se sumaba el problema de la temporalidad: había momentos de paro forzoso, durante el que no se percibía salario alguno. Entonces las costureras iban a coser a jornal a domicilios, a veces a secas, bien con comidas incluidas en el sueldo; en casa, era un alivio poner un plato menos en la mesa.
El resultado de tantas horas de actividad sedentaria realizada en aposentos de pésima higiene a menudo afectaba la salud de estas mujeres, que padecían de síntomas pulmonares, y circulatorios. Numerosas escenas pictóricas han plasmado la imagen de la costurera al pie de su máquina de coser en unos cuartos de reducidas dimensiones que albergaban a la vez la cama, la mesa y otros elementos del mobiliario. Aunque desconocemos sus nombres, estas imágenes han permitido que estas mujeres no hayan permanecido en la invisibilidad.
Cuando el trabajo escaseaba, sobre todo cuando aún no tenían muchas clientas, las modistas se dedicaban también a coser en casas de la burguesía. Las que eran alegres, sumisas y discretas, llegaban a establecer una relación estrecha con su clienta y las sesiones de pruebas se acompañaban de tertulias con servicio de té incluido. Muchas veces, su vida y, sobre todo, la variedad de sus funciones y situaciones sociales inspiraron a algunos escritores. Literatura popular, canciones, caricaturas y fotografías tomaron a esta profesional como motivo y las hacían visibles.
Algunas modistas daban un paso más y creaban un pequeño taller en el domicilio, donde podían reproducir bien la estructura tradicional de maestra, ofíciala, aprendiza. En el minúsculo taller, donde las empleadas se codeaban a veces con los hijos pequeños de la joven emprendedora, solía haber buen ambiente, aunque a veces las chicas se enzarzaban en peleas. Las obreras cobraban a destajo, lo que a ella, la emprendedora, le resultaba muy rentable. El taller llegaba a incorporar primas, tías, cuñadas; incluso vecinas de la escalera participaban de estos trabajos, cosiendo en su propio hogar, claro, siempre bajo la dirección de la resuelta iniciadora del taller, que era la responsable delante de la clientela.
Las modistillas, en su mayoría chicas jóvenes, tenían sus propias fiestas. En algunos lugares de España, como Cataluña, se celebraba el 13 de diciembre, festividad de Santa Lucía. Ese día, sagrado, era esperado durante todo el año. Ellas dejaban a un lado agujas e hilos, se ponían sus mejores galas y tomaban la ciudad. Las trabajadoras de la aguja se reunían para ir por las calles cogidas del brazo, ruidosas, alegres. Mientras se encendían los faroles de las calles con su luz verdosa, en cualquier esquina ese día ellas se gastaban unas monedas en comprar castañas. El frío así lo exigía, las manos se quedaban heladas. Las castañeras, en general mujeres maduras, sabían que aquel día no se irían a casa de vacío. Siempre listas para el cliente, iban bien arropadas para soportar las bajas temperaturas del otoño y volteaban, una y otra vez, las castañas, crujientes y saltarinas.
En Madrid, las modistas festejaban el día de San Antonio de la Florida (denominada popularmente también como verbena), festividad popular celebrada anualmente cada 13 de junio, justo cuando estaba a punto de asomar el verano.
La fiesta de San Antonio surgió con la costumbre de unas modistas del siglo XIX que echaban trece alfileres en agua bendita de la pila bautismal de la ermita, imitando el acto de las arras matrimoniales. Aunque algunas ya tenían marido, les hacía gracia la finalidad que tenía la ceremonia: ¡invocar a San Antonio como casamentero!
El trabajo a domicilio, un trabajo invisible
He aquí un ejemplo flagrante de trabajo femenino: el trabajo a domicilio. Tras el triunfo de la revolución industrial, el trabajo en el propio domicilio se convirtió en una forma bastante generalizada de ocupación laboral femenina. Frente a la reticencia que provocaba en ciertos sectores de la sociedad la incorporación femenina al mundo de la fábrica, muy importante en Cataluña, la producción en el hogar propio fue considerada como la idónea para que la mujer pudiese obtener un salario. Por varias razones: evitaba a la mujer el estar expuesta al ambiente «pernicioso» de las fábricas y, por su localización, le permitía cuidar del hogar y de los hijos. Las razones morales y sociales, que principalmente venían de la Iglesia, apoyaban la perpetuación de este tipo de trabajo. Hombres y mujeres, conservadores y católicos, no veían con buenos ojos que las mujeres realizaran el trabajo con ellos, con los obreros, pues la mezcla de sexos suscitaba recelos. Por otra parte, ante la creciente amenaza del movimiento obrero, resultaba muy importante tener a las mujeres desmovilizadas en labores que requerían trabajar de forma individual. Ahí no actuaban ni en las asociaciones obreras ni en los sindicatos. Por ello, este tipo de empleo fue definido siempre como el trabajo que más convenía a la mujer, siendo ensalzado por las ventajas que, supuestamente, presentaba. Pero no dejaba de ser un trabajo duro, y mal pagado. Añádase a esto que, para un gran número de ellas —por no decir la totalidad—, había en el año dos temporadas de paro forzoso, y las leyes de descanso dominical parece como si no rezasen con la obrera de la aguja, si esta era modista o hacía labor de sastrería2.
Con la aparición de la máquina de coser y la electricidad doméstica, muchas mujeres comenzaron a realizar trabajos de encargo para las fábricas en el interior de sus modestos hogares. El llamado trabajo a domicilio, que llegó a ocupar más del 50 % de las mujeres catalanas asalariadas, se hacía a precio hecho, y se pagaba un salario muy inferior al de las fábricas3.
El historiador Álvarez de la Rosa señala que las mujeres trabajaban para un empresario organizado en una fábrica. Él les daba las materias primas, les proveía de maquinaria (si no se trataba de útiles elementales) y decidía la cantidad y la calidad de los objetos a confeccionar. La fábrica, al menos parcialmente, se disgregaba; lo que conllevaba la desprotección de las trabajadoras que realizaban la tarea en su casa. Ellas no lo tenían fácil si querían reivindicar mejores salarios o una reducción del horario laboral porque, además, su dispersión dificultaba que pudieran asociarse. Y, sin embargo ¡tenían tantas cosas a reivindicar!
La jornada abarcaba alrededor de quince horas diarias, eso como mínimo. En la mayor parte de los casos, el régimen del trabajo a domicilio constituía la peor forma de salario moderno según el sentir más extendido entre juristas, legisladores y expertos.
Empiezo a coser a las cinco de la mañana hasta la una del mediodía, y sigo después de tres a seis, hora en que voy a entregar la labor hecha. Vuelvo a casa y reanudo el trabajo a las ocho de la noche, para finalizar a las doce4.
El salario de estas mujeres era pobre, mezquino y no se sujetaba a un tipo de precio común para cada clase de artículos. Los intermediarios y los mismos industriales pagaban en sus propias casas al obrero escatimando los precios, alegando motivos de orden económico, no siempre justificados.
El empleo que se realizaba a domicilio se presentaba como una «elección forzada» para aquellas mujeres que no podían optar a otro tipo de ocupación que las alejara largas horas de la vivienda. La razón fundamental de la concentración de mujeres en el trabajo domiciliario derivaba de su rol social, que les asignaba la responsabilidad del cuidado de los niños pequeños, de los enfermos, de los ancianos y de todo tipo de trabajo doméstico no remunerado.
A pesar de que tantas voces hablaban de las ventajas que implicaba el trabajo a domicilio para las mujeres, este también tenía sus detractores. Se alertaba de que la demanda era irregular y de las nefastas consecuencias que este tipo de trabajo podía traer a la salud de la obrera y, a través de ella, a la de sus hijos. Entre quienes comenzaban a ver los perjuicios que este sistema llevaba aparejado, la mayoría temía precisamente por aquello que se había presentado como su principal virtud: preservar la «cohesión del hogar», manteniendo a la mujer en él. La realidad era que largas jornadas de trabajo reducían el tiempo para realizar las tareas domésticas y el cuidado de los niños, trastocando, de esta manera, «la paz del hogar»5.
Las obreras de la aguja eran las cenicientas del ámbito industrial. Ellas eran totalmente invisibles. Además de todos los inconvenientes que se han detallado, sufrían una fuerte competencia que se hacían entre sí. En talleres montados en conventos y cárceles, se explotaba a las jóvenes pagándoles unos sueldos más bajos. Lo mismo hacían algunas chicas de clase media que, protegidas por la intimidad del hogar, se dedicaban a la confección de prendas o al bordado para conseguir unos ingresos sin ir contra las exigencias sociales de su grupo. Las bajas retribuciones, unidas a un alto nivel de analfabetismo, explican por qué el sector domiciliario era un ámbito fácil para los rufianes, que en ocasiones establecían negocios de este tipo.
Algunas reformadoras sociales, y entre ellas el núcleo decisivo de la burguesía catalana y del feminismo católico, destacaron por su compromiso en defensa de la situación de la mujer: Dolors Monserdà, escritora, poetisa y articulista, Maria Doménech, escritora, o Maria Baldó, pedagoga. Ellas consideraron importante dar un paso adelante: introducir el salario mínimo para estas obreras. Lo reivindicaban de la manera siguiente:
Lo que pasa con la obrera de la aguja, especialmente con la que se dedica al trabajo doméstico, constituye abiertamente una injusticia que hay que remediar; es una llaga del cuerpo social, revelación de un concepto económico lamentabilísimo, cual es el dejar sentado prácticamente que el trabajo de la mujer no ha de ser debidamente remunerado para que ella pueda dejar satisfechas todas las necesidades de la vida. Lo que no hacen los Gobiernos, debemos instar nosotras, las señoras católicas, para que se haga; esa morbosidad de nuestro cuerpo social, seamos nosotras las que nos esforcemos en curarla; seamos nosotras las que trabajemos eficazmente para que se repare esa injusticia. A ello nos obligan, no sólo la caridad cristiana, sino hasta los sentimientos más elementales de humanidad. Son mujeres como nosotras; nosotras utilizamos prendas que ellas confeccionan con tantas penas. Las excesivas horas de trabajo, el tener que ir mal alimentadas, mal abrigadas, el tener que habitar en aposentos de pésima higiene, da lugar a que esas hermanas nuestras se extingan en la anemia, la tuberculosis, y, si llegan a ser esposas y madres, a que vengan en pos de ellas generaciones raquíticas que serán ineptas para realizar el fin social, y que, faltadas de civilidad, serán instrumento ciego de explotadores y utopistas6.
Durante la dictadura del general Miguel Primo de Rivera (1923-1930), concretamente en 1926, un real decreto reguló el trabajo a domicilio en España. Decía: «En beneficio de una gran masa de trabajadores, en su mayoría pertenecientes al sexo femenino» y lo definía como «el que ejecutan los obreros, en el local en que estuvieran domiciliados, por cuenta del patrono, del cual recibirán retribución por la obra ejecutada». No obstante, las obreras de la aguja siguieron cobrando por obra entregada, no por horas como la mayoría de los asalariados.
Las «xinxes»
Las «xinxes», nombre popular de las obreras del Cànem de la fábrica Godó Hermanos y Cía., creada en 1882 y ubicada en el Pueblo Nuevo de Barcelona. Era una de las más grandes del barrio, allí llegaron a estar empleadas más de dos mil personas, la mayoría mujeres. Su dureza, resistencia y vigor para trabajar desafiaba el estereotipo de feminidad normativa de las clases medias. ¡Eran, o tenían que ser, fuertes y resistentes! Muchas se habían iniciado en la labor antes de los diez años. En septiembre de 1974, la revista Quatre Cantons (número 106/107) hizo una entrevista a dos extrabajadoras de la fábrica, en la cual Zoila Garda hacía referencia al apodo «xinxes»:
Yo trabajaba de mañanas. Teníamos media hora de desayuno y lo aprovechábamos para salir al mercado. Por eso, cuando la gente de la calle nos veía, decía: ya vienen “les del Cànem, les xinxes”, como también nos decían, pues por el trabajo olíamos muy mal7.
Según Zoila, el apodo era debido al hecho de que, lloviera o luciera el sol, las trabajadoras salían muy deprisa de la fábrica, todas juntas, tal como hacen estos insectos, para aprovechar la media hora de pausa para almorzar. Las casadas vestían generalmente de negro, pues ese color identificaba a la mujer del «pueblo», y además las temporadas de luto se sucedían continuamente. Iban al mercado y en los puestos las dejaban pasar porque sabían que tenían el tiempo justo.
Xavier Benguerel, en sus Memòries, escribía:
Entre mis primeros recuerdos hay estas mujeres y estas criaturas. Exhalaban un tufo espeso, de aceites pesados, de esparto, de borra, de miseria. Como si no tuvieran edad, como si fueran bestias de basto, energía a bajo precio. Cuando la suerte ayudaba, lo decían, morían entre los 35 y los 40 años. A la hora de comer se instalaban por los alrededores de la fábrica. Se sentaban en tierra, las que tenían suerte, a la sombra de los plátanos o de la pequeña zona de sombra que, en aquella hora, hacía la pared de un almacén, de una tasca, de una casa. Al cabo de unos cuantos años —casualidad, ¡qué queréis hacer!—, a pocos metros de distancia, se instaló el cuartel de la Guardia Civil. El orden es sagrado. Las huelgas alteran la producción, los beneficios. A las nueve o a las diez de la noche, aquellas mujeres y aquellas criaturas salían como un rebaño del redil. Sucias, exhaustas, como sonámbulas. La mayoría cogía el camino de Pekín [barrio de barracas de la época] o de la Marbella, residencias poéticas entre cloacas, en las arenas de la playa. ¡Ahora acaban «las xinxes»! ¡Tápate la nariz! Hedían. Sí, hedían. Me acuerdo. Me costó mucho darme cuenta de que aquellas mujeres eran como mi madre, mi abuela, mis tías; y aquellas criaturas, algo más grandes que mi hermano, igual que él y yo. Al verlas, callaba, sin comprender, y me agarraba de la mano protectora de mi madre. Esta imagen lamentable: la salida de las mujeres del Cànem, me obsesionó mientras viví en el Pueblo Nuevo. Después, uno va a lo suyo, olvida aquello que le conviene, que le estorba. Ahora han pasado sesenta años. Hemos sufrido dos guerras casi absolutas, relativas, hemos disfrutado a desdecir, y entre nosotros, una trágica, interminable… Aquel chico que fui, apocado, que se maravillaba de un trozo de lata brillante, o bien de un aro, me pregunta si todavía hay mujeres y criaturas como aquellas del Cànem que, al acabar, se refugian en barrios de barracas. Me lo pregunta ansiosamente, casi con insolencia, y yo, avergonzado, quizás culpable, no encuentro qué responder8.
Y el 26 de agosto de 1923, la revista Trabajo volvía a rozar el tema en un artículo titulado «Vida trágica»:
Vedlas en la fábrica, encerradas en reducida pieza cuyo ambiente caldea el sol en este tiempo, sin ventilación apenas, respirando las exhalaciones acres que de sus cuerpos emanan, corriendo copioso sudor por sus mejillas enrojecidas por la fatiga, riendo y cantando; trabajando sin tregua, sin reposo, luchando por su existencia desde por la mañana hasta bien entrada la noche, que espera con ansias porque en ella encuentran sus adormecidos y cansados miembros descanso.
Regulación del trabajo de la mujer
La legislación laboral española surgió recién comenzado el siglo XX, después de muchos años de protestas y exigencias de sectores obreros que reclamaban mejores condiciones de trabajo, estabilidad y seguridad.
Las trabajadoras españolas compartían con las de otros países una serie de problemas relacionados con la situación laboral en que se desenvolvían, problemas que estuvieron en el origen de una legislación que trataba de corregirlas y de la primera articulación de un sindicalismo con presencia femenina. El primer político español que abordó el tema de la legislación laboral de las mujeres fue Eduardo Dato, un abogado que se adscribió al Partido Conservador de Cánovas del Castillo. Muerto Cánovas, Dato ocupó la cartera de Gobernación en el año 1899 y el siguiente. Desde este cargo impulsó una serie de leyes, conocidas como «leyes Dato», que intentaban favorecer a las mujeres trabajadoras y a los niños.
Una ley emitida el 13 de marzo de 1900 estableció que las mujeres trabajarían una jornada máxima de 66 horas semanales. Por primera vez, se abordaba la cuestión de la maternidad de las trabajadoras: se fijaba la prohibición de trabajar en las tres semanas posteriores al parto y la reserva del lugar de trabajo durante este término, pero sin cobrar. También se contemplaba la dedicación de una hora diaria, dividida en dos medias horas, para el amamantamiento durante la jornada laboral sin rebaja de salario. Esta norma fue restringida porque la mayoría de las trabajadoras cobraba a destajo y no podían permitirse rebajar salarios.
En las Conferencias Internacionales sobre Legislación Laboral (Berlín, 1890; Berna, 1906) se había pedido la prohibición del trabajo industrial nocturno de las mujeres, especialmente numeroso en la industria textil catalana, donde el horario de noche permitía abaratar costes de energía y el uso de mano de obra femenina reducía costes salariales. Con este telón de fondo, a principios de 1911, en el Parlamento español se debatió una ley sobre el trabajo nocturno de la mujer. Por esa época, desde la Revista Social, publicación de los católicos sociales catalanes, se contemplaban todos los aspectos del problema que para la obrera representaba el trabajo nocturno, pero que, por encima de todo, se veía con pena y horror a la mujer trabajadora nocturna, «de rostro pálido, de ojos mortecinos, sin ideales para la vida, sin delicadezas con la familia».
La ley que prohibía el trabajo nocturno y remunerado de las mujeres fue legalmente establecida el 11 de julio de 1912, siendo el jefe de gobierno el liberal José Canalejas, asesinado meses después por un anarquista. La ley no se puso en práctica hasta el 14 de enero de 1920. Pero, conforme se había previsto, se hallaron grandes dificultades para llevarla a la práctica. Los patronos se ampararon para no aplicarla en que todavía no se había publicado el reglamento para la fijación de dicha ley. Se quejaban de que sus ganancias se iban a ver muy menguadas, dado el menor salario femenino en comparación con el de los hombres. Una memoria de la Inspección de Trabajo del año 1921 denunciaba un total de más de 1.500 infracciones referidas al trabajo nocturno de las obreras, en los 4.788 centros visitados. A pesar de todo, a excepción de contadas empresas de Barcelona, Badalona, Gerona y Manresa, en general el trabajo nocturno parecía ir desapareciendo. Esta conquista se vio favorecida por la formación de dos turnos de trabajo en la industria textil, y también porque paralelamente al perfeccionamiento de las medidas protectoras, crecía el porcentaje de obreras y de mano de obra infantil trabajando a destajo en sus propias casas9.
Muchas mujeres se opusieron también a la aplicación de esta ley, sobre todo las casadas con hijos, ya que el trabajo nocturno les permitía estar al cuidado de los niños durante el día.
Años más tarde, la Conferencia Sindical Internacional reunida en Berna del 5 al 9 de febrero de 1919, pocos meses después de finalizar la primera guerra mundial, entendió que la Sociedad de las Naciones había incorporar al Derecho Internacional, entre otras cosas, la prohibición del trabajo de las mujeres cuatro semanas antes y seis semanas después del parto; o sea, una duración total de diez semanas.
En España, ya más tarde, en 1923, bajo la jefatura del general Miguel Primo de Rivera, se aprobó un decreto que instauraba un seguro por maternidad, tardío respecto a otros países europeos, que no entró en vigor hasta 1929. Esta norma aseguró la asistencia sanitaria al parto, un subsidio durante la lactancia, indemnizaciones en caso de enfermedad del niño y reposo para la madre. Fue el paso previo para el subsidio de maternidad de 1931, durante la Segunda República española, cubierto por aportaciones del Estado, patronales y trabajadoras.
Mano de obra barata
En la España de principios del siglo XX, la población activa femenina ascendía a 1.382.600 mujeres, lo que representaba el 18,3 % del total de trabajadores10. La participación femenina era superior en el trabajo industrial en las zonas de Cataluña y en el País Vasco, sobre todo en la primera, pues allí se había iniciado la industrialización en España. En general, las mujeres adolecían de una falta de formación profesional que impedía, a su vez, el acceso a funciones de responsabilidad. Es decir, la mujer accedía al trabajo con la condición de mano de obra barata y de carácter secundario.
A medida que se había desarrollado el proceso de industrialización, el trabajo de la mujer había adquirido características nuevas. Por una parte, la utilización de maquinaria hacía que las diferencias de fuerza física entre hombres y mujeres no fuera tan importante. Por otra, la proliferación de las fábricas iba destruyendo el hogar como espacio tradicional de producción. En la industria, la presencia femenina era muy desigual. Existían actividades como el textil o la tabaquera que incluían un importante número de empleadas, en ocasiones superior al de los hombres. Diferente era el caso de la industria del metal, por no hablar del de la construcció.
Las condiciones de trabajo en las fábricas eran penosas. Para empezar, el cuarto donde se vestían y desnudaban las empleadas era infame. Parecía una guardilla trastera. Ni un solo agujero por donde el aire pudiera renovarse. Menos mal que ellas parecían estar inmunizadas contra el mal olor. ¡Qué remedio les quedaba! Cuando se oía el triste silbido de la sirena de la fábrica las operarias sabían lo que les esperaba: el ritmo y el insoportable sonido de las máquinas. El ruido, fastidioso, atenuaba los lamentos y las canciones de pena. También, con él, pasaban más desapercibidos los frecuentes accidentes, a veces mortales. Pero nada aliviaba las largas jornadas, el frío en invierno y el calor asfixiante en verano. ¿Y cómo olvidar los sueldos bajos, la total ausencia de medidas protectoras contra el polvo, los humos y las sustancias tóxicas, los frecuentes excesos en las normas disciplinarias de los mayordomos, encargados y contramaestres, que incluían multas, agresiones físicas, sobre todo a mujeres y niños, y el despido? A principios del siglo XX, el horario en las industrias era, en general, de 65 horas semanales. Después del horario laboral, la mujer llegaba a casa y aún tenía que atender todos los quehaceres domésticos, mientras el hombre frecuentaba los espacios de sociabilidad, casinos, bares. Pero ellas protestaban poco. En general, los problemas de orden social aún no eran motivo de queja entre las féminas. La religión las hacía fatalistas.
La dura realidad de la España de aquellos años forzaba a las mujeres a incorporarse al trabajo asalariado. ¡Ellas estaban allí! Por ejemplo: aunque un decreto de 1908 les prohibía trabajar en la fabricación de vidrio y espejos, por emanar polvo o sustancias peligrosas, en muchos sitios las seguían contratando. Pero de todos los trabajadores, los niños eran los que producían más lástima debido a las condiciones que habían de soportar.
Tradicionalmente, los trabajadores varones habían manifestado una clara hostilidad hacia el trabajo remunerado de las mujeres. Este rechazo era resultado de una lógica económica: el miedo a la competencia y al desplazamiento de la mano de obra masculina por la femenina. En este sentido puede entenderse la denuncia masculina a la dedicación de las mujeres al trabajo extradoméstico. El discurso obrero dio prioridad al culto de la maternidad, resaltando el cometido primordial de la mujer en el seno de la familia. Entre los trabajadores prevalecía la idea de que los hombres tenían el monopolio o, como mínimo, un derecho preferente a un puesto de trabajo. El hombre era ¡el ganador del pan! Pero, como se ha dicho, la necesidad de sobrevivir de la familia obrera llevaba a las mujeres a incorporarse a las fábricas.
Un grave problema para que las mujeres pudiesen ejercer una actividad fuera del hogar era la inexistencia de guarderías. Algunas grandes fábricas textiles y algunas colonias las fueron incorporando, pero eran minoría.
En Cataluña, en zonas donde había muchas oportunidades para el trabajo femenino, como sucedía en localidades con una fuerte implantación de fábricas textiles, las tasas de actividad femenina eran muy elevadas, incluso las de las mujeres casadas y con hijos muy pequeños. Ante la ausencia de guarderías, eran las mujeres mayores —abuelas o tías—, las vecinas, las trabajadoras ya jubiladas o incluso las hermanas mayores las que se ocupaban de los niños más pequeños para que las madres pudieran continuar trabajando. En las empresas más importantes, a estas familiares se les permitía llevar a los bebés a sus madres para que les amamantaran.
Actividad sindical y política femenina
Un caluroso día de julio de 1918 Claudina García Pérez, decidida, salió de su casa. Vestida con un vestido liviano que le cubría las rodillas, encaminó sus pasos hacia la Agrupación Socialista de Madrid y, sin pensarlo se inscribió en ella. No, claro, ella no era madrileña de nacimiento; lo era de adopción. Había nacido en Miranda de Ebro, en el año 1889. Como pasaba con tantas niñas y adolescentes de la época, la aguja había sido su fiel compañera. Eligió el oficio de bordadora. Casi se dejaba los ojos en el paño, que dibujaba con traza y esmero. Tuvo la fortuna de pasar por la escuela, y aprendió a leer y a escribir con soltura. Sin que quizás ella misma llegara a saberlo, Claudina fue una destacada feminista. Pero no, nunca hizo ostentación de ello. Feminista y socialista; de las que no hubo muchas en su época.
El 26 de noviembre de aquel mismo año 1918, cuando Claudina llevaba aún pocos meses en el partido, se celebró el XI Congreso del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) en Madrid. Asistió esperanzada, presurosa, y una vez visto el panorama, escribió una crónica publicada en el órgano del partido. Se titulaba “Tres Mujeres”. El título hacía alusión a las tres únicas mujeres que entre cuarenta o cincuenta hombres habían asistido como delegadas al Congreso. A Claudina la situación le indignó. Se preguntaba: ¿por qué las mujeres no se interesaban por la política? ¿por qué se las relegaba? Las compañeras le dijeron: los hombres no nos ayudan, son egoístas. Ella respondió orgullosa, y a renglón seguido lo escribió: “sí, tal vez será por esto, pero yo espero que nuestra redención no deba ser solo obra de los hombres, sino nuestra. De todas las mujeres”11.
Un poco mayor que nuestro personaje anterior, nació en Valladolid en 1873, Virginia González se merece también un lugar en esta historia. De su vida se podría escribir una novela. En aquella época, en España pocas mujeres llevaron una vida política tan activa como la que llevó ella. Siempre estuvo ahí, donde tuviera que defender el derecho de los hombres y las mujeres.
Virginia González se levantaba muy temprano para ir al trabajo. Pequeña, delgada, con largas trenzas negras, no tenía tiempo para juegos. ¡Y solo tenía nueve años! En aquella España no había piedad ni para con los niños. Trabajaba como guarnecedora (ribeteadora de calzado). En la adolescencia se trasladó a León y de allí a La Coruña donde se desenvolvió en un ambiente anarquista. Junto con su marido, en 1899, con 26 años, se trasladó a Bilbao. Allí tomó contacto con el socialismo y se unió a sus filas. Encontró tiempo para aprender a escribir con cierta desenvoltura y publicaba algunos artículos en La Lucha de Clases. Residió después en distintas ciudades: Vigo, Palencia y León. Aquí participó activamente en la huelga general de 1909. Como consecuencia de ello, fue encarcelada primero y expulsada de León después, emigrando esta vez a Bayona (Francia). Instalada en Madrid un año después, desarrolló una intensa actividad política y sindical realizando numerosas excursiones de propaganda por toda España. Formó parte del Comité de la huelga general de agosto de 1917 por lo que fue detenida. En tres ocasiones representó al Grupo Femenino Socialista de Madrid en diferentes Congresos. Partidaria de la Tercera Internacional, firmó el manifiesto tercerista y abandonó el PSOE, participando en la constitución del Partido Comunista Obrero Español. Viajó hasta Moscú para participar en el III Congreso de la Internacional Comunista. Fue elegida Secretaria Femenina del Comité Central del Partido Comunista de España en su I Congreso, celebrado en marzo de 1922. Un año después, un día del mes de agosto, falleció en Madrid. Probablemente, en su lecho de muerte pensó: ¡No ha sido fácil, pero ha valido la pena! No sabía ella que, unas semanas después, Primo de Rivera iba a dar un golpe de Estado en España12.
He aquí el ejemplo de dos mujeres, Claudina García y Virginia González, que supieron superar su invisibilidad. No sólo tuvieron cargos en política, sino que dieron a conocer su ideario político por medio de escritos. Fueron pioneras en la lucha de las mujeres, salieron a la luz pública en un mundo compuesto por hombres. Hicieron camino.
A modo de epílogo
Desde finales del siglo XIX las mujeres asalariadas fueron requeridas desde las organizaciones sindicales socialistas, anarquistas y católicas y desde partidos políticos para que se afiliaran y se unieran a sus bases. Algunas lo hicieron. No obstante, salvo excepciones, tanto en los sindicatos obreros como en los partidos las mujeres tenían un peso muy bajo o nulo: ni colaboraban apenas en la prensa sindical –sí en la de los partidos-, ni ocupaban puestos de responsabilidad en las juntas a pesar de que la organización fuera básicamente femenina. Las mujeres carecían de importancia en las organizaciones socialistas, aunque estas desarrollaron un sindicalismo específicamente femenino con la demanda de la igualdad salarial y el cumplimiento de la legislación que protegía a las mujeres. Desde los mismos sindicatos se hacían peticiones de mejoras con salarios diferentes en función del sexo. Los sindicatos y los partidos políticos eran espacios masculinos a los que ellas asistían poco debido a diversos condicionantes. En aquella sociedad no estaba bien visto que las mujeres participasen en el mundo político o sindical. Además, soportaban una doble carga de tarea, trabajando en la fábrica y en casa (la doppia presenza, como la define la socióloga italiana Laura Balbo); por tanto, no disponían de tiempo libre para dedicarlo a la militancia. Por otra parte, a menudo los mismos compañeros les hacían unas bromas que las incomodaban. Por último, las reuniones normalmente se celebraban en horario nocturno, unas horas en que las trabajadoras no salían a la calle si no era para ir a la fábrica. A veces, tenían que asistir a las reuniones a escondidas de sus familiares. Esta escasa presencia no significaba que no secundasen las huelgas; de hecho, ellas ayudaban activamente a los huelguistas y muchas veces eran precisamente las obreras quienes promovían los conflictos.
Esto ocurrió, por ejemplo, en el verano de 1913, cuando en Cataluña tuvo lugar una imponente huelga en el sector textil en la cual la participación de las mujeres fue muy relevante: intervinieron en los mítines, convocaron manifestaciones y, en definitiva, ellas fueron las que llevaron la voz cantante en el conflicto, recorriendo las fábricas y haciendo parar a los obreros. La huelga significó también un paso importante en la incorporación de las obreras del textil al mundo sindical. Ellas se sintieron con suficiente autoridad para hacer cambiar la junta directiva del sindicato, por no estar de acuerdo con su postura ante la huelga. Y ellas engrosaron el nuevo sindicato La Constancia, que contaba por abril de 1913 con solo dos mil afiliados, pero al acabar el conflicto comprendía a cerca de dieciocho mil. Se consiguió que el gobierno dictara un real decreto que imponía para todas las industrias del sector varios puntos, el más importante de todos, la jornada de sesenta horas semanales o tres mil anuales. O sea, la jornada de diez horas diarias, descontando los 52 domingos, las once fiestas de precepto y otros dos días al año, o, dicho en otros términos, la jornada de diez horas para trescientos días laborales. Afectaba, por tanto, de modo muy diverso a estas industrias y a la más importante, la algodonera. Disponía, también, que la remuneración del trabajo a destajo se aumentase en el tanto por ciento correspondiente a la disminución de la jornada establecida por dicho real decreto. La cuestión es que, a pesar del informe que se llevó a cabo, el reglamento no llegó nunca a aprobarse. Cuando se produjo la huelga textil, fracasada, de julio y agosto de 1916, aún el gobierno no había publicado ningún reglamento para la aplicación del decreto del 24 de agosto de 1913. Tampoco se aprobó ninguna ley mediante la cual se pudiera llevar adelante el reglamento13.
Notas
1Natividad Ortiz Alvear, «Trabajo, salarios y movimientos sociales de las mujeres en la Restauración», en Josefina Cuesta Bustillo (dir.), Historia de las mujeres en España. Siglo XX, Instituto de la Mujer, Madrid, Vol I., pp. 257-317.
2Tura Tusell, «A casa, a la fàbrica i al carrer: el que va suposar per les dones la industrialització a Catalunya», Aboriginemag.com, http://www.aboriginemag.com/a-casa-a-la-fabrica-i-al-carrer-el-que-va-uposar-per-les-dones-la-industrialitzacio-a-catalunya/
3Albert Balcells, «Les dones treballadores a la fàbrica i al taller domèstic de la Catalunya del segle XIX i primer terç del XX», Catalan Historical Review 0, n.º 8, 10 de Julio de 2015, pp. 171-180, doi:10.2436/chr.v0i8.139194.
4Ángeles y Braulio López de Ayala, «Mujer y trabajo», http://www.vallenajerilla.com/berceo/lopezayala/mujerytrabajo.htm
5Mary Nash, «Trabajadoras y estrategias de sobrevivencia económica: el caso del trabajo a domicilio», en El trabajo de las mujeres, siglos VXI-XX, VI jornadas de investigación interdisciplinaria sobre la mujer, Universidad Autónoma de Madrid, Madrid, 1987, pp. 254-264.
6Prólogo del Reglamento del Patronato de Señoras, constituido en 1910 bajo los auspicios de Dolors Monserdà.
7«Les xinxes, obreres del Cànem», MNACTEC.cat, http://mnactec.cat/blog/la-dona-al-mon-industrial/les-xinxes-obreres-del-canem/
8Xavier Berenguel, Memòries 1905-1940, Alfaguara, Barcelona, 1971.
9Soledad Bengoechea, «Los empresarios catalanes ante los proyectos de ley regulando el trabajo de las mujeres, 1855-1912», en Cristina Borderías (ed.), Género y políticas del trabajo en la España contemporánea, 1836-1936, Icaria, Barcelona, 2007, pp. 97-126.
10Taller de Mujeres. https://mde.org.es/taller-de-ha-de-las-mujeres-del-s-xx-3-3/
11Fundación Pablo Iglesias, https://www.fpabloiglesias.es/archivo-y-biblioteca/diccionario-biografico/biografias/9398_ Candidata elecciones generales por Palencia. Afiliada Agrupación Femenina Socialista de Madrid. Miembro de la Comisión Ejecutiva de la UGT en el interior (Madrid). Miranda de Ebro (Burgos) 26/01/1889 — México DF 18/04/1968.
12Fundación Pablo Iglesias, https://www.fpabloiglesias.es/archivo-y-biblioteca/diccionario-biografico/biografias/9398_gonzalez-polo-virginia
13Soledad Bengoechea, «Organització obrera i reacció patronal: la vaga del tèxtil de 1913», Recerques, n.º 54, 2007, pp. 65-92.