Soledad Bengoechea, doctora en historia, miembro del Grupo de Investigación Consolidado “Treball, Institucions i Gènere” (TIG), de la UB y miembro de Tot Història Associació Cultural.
Ante un nuevo 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, resulta inevitable hacer un balance del papel económico, social y político que la mujer ha jugado en los últimos años –sean estos veinticinco, cincuenta o cien-, porque hay que reconocer que los cambios han sido espectaculares. El camino, no obstante, no ha sido sencillo. Incansables, seguimos ahí. La tarea de definir las características que determinan a una mujer de su tiempo, sin las cuales no sería lo que es, no es fácil. El cambio de mentalidad ha sido enorme. Muchas mujeres han ido dejando atrás la doble invisibilidad. Incluso la invisibilidad de la mujer de edad está mudando. Pero aún es necesario seguir dando pasos adelante.
El canon estético. De las curvas marcadas al vientre plano, del corsé asfixiante a la era de la liposucción y del bótox, durante siglos el canon estético de las mujeres ha variado década a década. En los albores del siglo XX, si una mujer quería resultar atractiva para los hombres tenía que lograr que su cuerpo imitase la forma de una «S» o de un reloj de arena. Para eso servían los corsés fuertemente apretados: estrechaban la cintura, empujaban el busto hacia arriba y lograban que las caderas quedaran en forma de campana. En ocasiones, dificultaban la respiración. Pero ¡los desmayos eran tan femeninos! El modelo de mujer ideal, la Gibson Girl estadounidense, creado por el dibujante Charles Dana Gibson en la década 1890, apareció en innumerables revistas e ilustraciones de la Belle Époque, convirtiéndose en uno de los iconos de las dos primeras décadas del siglo XX.
Este era el prototipo de belleza femenino entre la burguesía y la aristocracia de principios de siglo XX. Y ¿cuánto no habrá variado a lo largo de los últimos decenios? Los modistos, la mayoría, y también las modistas famosas, dictaban el canon: faldas largas, luego hasta la rodilla, después minifaldas. Trajes sastre y trajes informales. Pantalones de paño, de pana, tejanos… Dando un salto en el tiempo, observamos qué ocurría en las postrimerías de nuestro siglo XX, en la década de 1980. Hasta entonces las clases sociales privilegiadas habían marcado la norma estética de la moda que vestían. Pero se produjo un cambio, y este se propagó como un voraz incendio. Y más cerca de todas las clases sociales. Ganó la diversidad. Durante décadas la bata, el delantal y el moño delataban a la mujer sencilla, de su casa, a las de los pueblos. La década de 1980 supuso el triunfo de la juventud, de la libertad, de lo contracultural, de los excesos y la excentricidad: cabellos leoninos, moldeados y cardados, música disco, punk…, tacones altos y cinturas de avispa. Varios estilos se unen y contraponen. Comienzan los tratamientos y cirugía de estética, las terapéuticas dermatológicas, que corrigen «defectos». El canon de belleza se propagó ¡a elección de la clienta! Es el inicio del boom del bótox y de las operaciones de aumento de pecho.
Los roles. A lo largo de la historia, la mujer se ha visto sometida a la imposición de multitud de roles que debía cumplir: hija, esposa, madre, ama de casa y finalmente amante. Ella siempre ha asumido estos papeles: guardando sumisión y máximo respeto a la figura masculina. Pero sobre todo, tratando en todo momento de aparecer atractiva, femenina, graciosa, atendiendo así al imaginario masculino. La mujer se ha sometido a este tipo de presiones durante años, relegada y oprimida. Algunas ya han cambiado, al final del siglo XX. ¿Quién puede ignorar que el paso del tiempo compromete más el progreso femenino que el masculino? Envejecer ¿tiene el mismo significado para una mujer que para un hombre? Hay pocas revoluciones equiparables a las que han protagonizado las mujeres a lo largo del siglo XX. No han fracasado como tantas otras, y continúan, como pocas lo hacen. Cualquier balance que nos propongamos hacer sobre los cambios experimentados en el papel que ha jugado la mujer en los últimos años tiene que comenzar por admitir que el cambio ha sido positivo. ¡Avanzamos!, a pesar de todo. La transformación se ve mayor cuanto más largo es el período de tiempo que se analice. Sin embargo, aún estamos lejos de alcanzar la igualdad real. ¡Es preciso seguir en la brecha!
Probablemente, a lo largo de la historia nunca ha habido una época de cambios tan extraordinarios para las mujeres como el siglo XX. En un proceso no lineal, con avances y retrocesos, en los albores del siglo XXI hemos visto como se han superado tantos tabúes.
Los tiempos históricos. Como señala Pilar Millor, profesora honoraria de la UDC y coordinadora de un interesante trabajo realizado en el Arias Senior University de Ferrol, a comienzos del siglo XX la mujer española continuaba siendo víctima de una construcción social asentada en leyes, normas morales y costumbres y en la organización de la vida familiar, social y laboral. Se calcula que entonces había aproximadamente en España cinco millones de familias. Alrededor del 85% eran obreras y campesinas. El número de mujeres que trabajaban en las fábricas y en las zonas rurales era considerable. Cuatro millones de mujeres realizaban durísimas tareas del hogar y de cuidados. Cerca de otro millón de mujeres se dedicaba a trabajos mal retribuidos: eran lavanderas, remendonas de redes en las playas, niñeras, planchadoras, vendedoras de mercado o trabajadoras a domicilio o talleres, cigarreras, costureras, alfareras, maestras y enfermeras. No olvidemos a las mujeres que desempañaban los múltiples trabajos en zonas rurales. La mitad de todas estas mujeres eran analfabetas o semi-analfabetas. A pesar de cumplir con trabajos cansados y enojosos, cabe preguntarse, ¿quién hacía la cena a los maridos de estas mujeres? ¿quién les lavaba la ropa? ¿quién se ocupaba de llevar a sus hijos al médico si estos enfermaban? ¿quién atendía a sus padres mayores? Ellas se hacían cargo de todas las emergencias cotidianas que podrían distraer de sus tareas al hombre “ganador del pan”. Emergencias realizadas en la invisibilidad, porque todos asumimos que esas obligaciones son de “mujer” y que se realizan por “amor”.
Obviamente, las mujeres burguesas tenían una situación distinta. No se libraban, no obstante, de tener asignado el papel de “ángel del hogar”. Algunas de ellas, además, debían convertirse en misioneras sociales que se encargaban de moralizar a las mujeres y a los niños de los sectores pobres. Su acción debía dirigirse, principalmente, a las obreras, muchas emigrantes que de zonas rurales llegaban a las ciudades e iban formando una nueva clase social en los lugares donde se desarrollaba la industria. Sobre este amplio abanico de mujeres la iglesia extendía su papel tutelar, sometiéndolas a la sumisión, la obediencia, la resignación, el conservadurismo y la tradición.
Con el discurrir del tiempo, España cambió: desarrollo industrial, mejora en las estructuras viarias. También se produjo una mayor facilidad en el intercambio de información, y de viajeros (desde y hacia otros países) y una posibilidad de ampliar conocimientos. La población activa femenina aumentó. Las mujeres alzaban sus voces en contra del papel que la sociedad les obligaba a desempeñar. Como resultado de todo lo señalado, grandes personalidades femeninas fueron noticia.
El tiempo femenino no siempre ha transcurrido a la misma velocidad. Con la proclamación de la Segunda República, en 1931, se abrió un corto período de progreso. Entre otras cosas, se consiguió algo tan importante como el divorcio o el derecho a votar. Visto de cerca, la realidad se mostraba algo diferente dependiendo del lugar geográfico en el que la protagonista se encontrara. Muchas mujeres que vivían en las grandes ciudades se situaron a la vanguardia, como indican las fuentes orales, las novelas, la poesía, los relatos. Dieron un paso al frente. Fueron políticas, maestras, escritoras, actrices, pensadoras, milicianas… La legislación de la República supuso grandes avances en el reconocimiento de los derechos sociales de la mujer y de su incorporación a la política.
Pero con la llegada de la guerra civil, en 1936, se persiguió a muchas mujeres por considerar que se habían salido de la norma. En los dos bandos enfrentados. Muchas, también, al igual que los hombres, sufrieron cautiverio, muerte. Después de 1939, las voces de las mujeres que se habían significado a favor de la República fueron silenciadas o discriminadas de las grandes líneas de la Historia. Eran mujeres que habían construido el país, que lucharon por la emancipación, por la democracia, y muchas a cambio habían sido reprimidas. Silenciadas, su legado fue eliminado de un plumazo de la historia de España. Las mujeres perdieron de repente todo lo que habían alcanzado. El divorcio fue prohibido. Las casadas tuvieron que pedir permiso a sus maridos para firmar un contrato de trabajo, para abrir una cuenta bancaria o para disponer de una herencia. El retroceso en derechos y libertad fue profundo. Pero no todas perdieron visibilidad. Las dirigentes de la Sección Femenina, del Auxilio Social o del Servicio Social tuvieron un papel público destacado en aquellos años. Tenían poder político, social, y lo ejercieron con mano de hierro. Las dirigentes fascistas en España, como en Italia o Alemania, se hicieron visibles. Recordemos los Coros y Danzas de la Sección Femenina.
La mayoría de las intelectuales se exiliaron, otras pudieron quedarse, batallando con la censura. A pesar de esa oscuridad, la narrativa española en el siglo veinte, sobre todo la que se conoce como generación del 50, está marcada por escritoras importantes que relataron la vida en la posguerra. Podemos citar especialmente a: Carmen Laforet, Dolores Medio, Rosa Chacel, Elena Soriano, Carmen Martín Gaite, Josefina Aldecoa, Mercedes Salisachs y Ana María Matute. Todas estas mujeres publicaron sus libros con apenas veinte años de edad. En sus obras hay una huella autobiográfica y sus personajes muestran una actitud crítica y de desafío ante las normas tradicionales.
A pesar de todo España no fue ajena a los aires que soplaban en Europa. Durante las décadas de los años cincuenta y sesenta aumentó progresivamente la presencia femenina en el mundo del trabajo y la Universidad. Importantes colectivos de mujeres se organizaron como movimientos feministas y de oposición al régimen. Todo esto, más los cambios sociales y económicos del segundo período del franquismo, sumado al impacto del turismo, revolucionó las ideas y las costumbres. En 1975, cuando Franco murió, las mujeres españolas eran ya muy diferentes de las de 1939. No había sido fácil, pero había valido la pena. Existía en esa época una generación joven con ideas progresistas y una gran actividad sindical y política clandestina que aspiraba a grandes cambios sociales y que contribuyó a que el régimen no pudiese sobrevivir al dictador. La Transición a la democracia comenzó. En el último cuarto del siglo XX, la voz de la mujer se hizo más potente, más transgresora, al hilo de que el discurso feminista, que llevaba décadas tejiéndose, se expandía. Desde entonces, el análisis sobre cuál era el verdadero rol de la mujer cobró un tono más y más alto.
Durante los últimos años del siglo XX en España se han dado pasos de gigante para conseguir equilibrar la situación de los derechos femeninos. Pero ¡ah!, es evidente que quedan muchas cosas por solucionar. La realidad ha demostrado que la lucha no ha terminado, que tiene que continuar. Veamos unos ejemplos: en las responsabilidades domésticas, en el apoyo en la crianza y cuidado de niños, ancianos y personas dependientes. En el mundo laboral: retribuciones por debajo de las masculinas y menos puestos de responsabilidad. Durante la baja maternal, escaso desarrollo de la participación del padre debido a la brevedad del permiso de paternidad. El hecho de que la mujer se haya profesionalizado, no ha significado que ella sea la única candidata, o la más adecuada, para el trabajo doméstico y el cuidado de los hijos.
En este relato no todo ha de ser victimismo. En España, como en tantos países, las condiciones económicas, sociales, políticas, los avances tecnológicos, sanitarios, acaecidos década tras década, han dejado atrás el tradicional estancamiento de la vida. Las mentalidades también han ido cambiando, a veces más lentamente, otras de manera rápida. Con diferencias entre zonas rurales y urbanas, no siendo igual tampoco en cada una de las comunidades autónomas que constituyen España. Y hay otra cuestión de suma importancia, aunque año tras año las diferencias económicas entre las españolas va in crescendo, estas diferencias no son tan notables, ni mucho menos, como las de la situación previa: el trato a mujeres de diferente estatus económico y social es más igualitario, sobre todo entre las jóvenes.
En los últimos veinticinco años del siglo XX, lo ocurrido en nuestro país coincidiendo con el desarrollo de la democracia, corrobora el proceso de cambio. El retraso que sufríamos era mayor que el de los países de nuestro entorno. Gracias al cambio político-legislativo, social y cultural, y seguramente como consecuencia del mismo, podemos asegurar que hay una mayor visibilidad de la mujer. Las mujeres siempre hemos estado ahí, pero ¿se nos veía? Puede afirmarse que en el siglo XX la mujer española ha ido superando su doble invisibilidad: escasa presencia en espacios públicos y la falta de reconocimiento en el espacio privado o semi-privado. El proceso no ha sido lineal, ha habido avances y retrocesos, pero en el último cuarto de siglo el ritmo se ha mantenido.
Pero volvamos a pensar en los roles. Es una realidad que hay mujeres en la universidad, ejerciendo distintas actividades profesionales —hay más médicas, más juezas, más periodistas, más arquitectas—, incluso se las ve en el desempeño de cargos públicos de responsabilidad. ¡Seguimos haciendo historia! Pero implícita en la lucha de la mujer por su emancipación hay una contradicción: las que pueden llamarse más propiamente «mujeres liberadas», aquellas privilegiadas que gozan de autonomía profesional y económica, de vez en cuando han elegido o tenido que adoptar el modelo masculino de trabajo y dominación. Como reconoce M.ª Antonia García de León en la obra Herederas y heridas, algunas mujeres han optado por masculinizarse a medida que han ido accediendo a profesiones y actividades hasta hace poco protagonizadas solo por hombres. Según la autora, “dicha masculinización se deja ver en múltiples niveles: hábitos profesionales, organización del tiempo, manera de vestir. Esta figura está sirviendo de modelo a otras muchas: es el «ama de casa que trabaja”. Así es como, sobre todo los jóvenes, chicos y chicas, definen hoy a la mujer profesional. Pero la contradicción más manifiesta, señala la filósofa Victoria Camps, se da en la condición real de esa mujer a la que llamamos «mujer liberada». “Lo cual no impide —y ahí está la contradicción— que, al tiempo que la mujer liberada no es otra cosa que «el ama de casa que trabaja», se dé un «declive del ama de casa”. Según Camps, “la liberación de la mujer se ha fundamentado más que nada en recusar la unidimensionalidad del «ama de casa» o la identificación del género femenino con «sus labores» como contrapuesto y no equivalente de la identidad profesional masculina. Nadie quiere reconocerse hoy en la función de ama de casa. Pese a que la familia sigue necesitando una organización”. Esta gestión, ¿debe ser única o compartida? Alguien debe hacerse cargo, pero la pregunta que se impone es: esta figura ¿debe ser necesariamente una mujer?, ¿debe necesariamente ser una sola persona?
La familia. Repasemos ahora cómo ha evolucionado a lo largo de los decenios el papel que la mujer española ha tenido en el seno de la familia. El relato recordará, claro está, las diferencias existentes: entre mujeres de diferentes niveles sociales, económicos y culturales, de la pertenencia a distintas regiones o comunidades autónomas, de las que tienen lugar entre las que habitan regiones rurales y zonas urbanas… La profesora Pilar Millor sigue señalando que puede decirse que, en España, hasta 1960 predominaba el modelo de familia tradicional. A comienzos del siglo XX la mujer estaba en todo momento a disposición de su marido e hijos. Era el «ángel del hogar». La figura masculina se representaba como la cabeza y sostén de la familia; la femenina, como el motor del interior del hogar. Esta imagen reproducía el modelo de familia burguesa, pero ocultaba algo obvio: A principios de siglo, la mayor parte de la población española no vivía en ciudades. En las familias campesinas, la mujer siempre ha trabajado dentro del hogar, pero también fuera de él: en el campo, en tareas agrícolas, cuidando animales. En las familias de pescadores, ellas cosían y recosían las redes, sentadas en el puerto o en la playa. Las familias humildes de los pueblos de España, que eran mayoritarias, despedían a sus hijas para que fueran a la ciudad a colocarse como doncellas, criadas, chachas… En las zonas fabriles, las muchachas comenzaban a trabajar en los talleres o empresas en la niñez y adolescencia, con diez, con doce años… Subyacente estaba el matrimonio como destino ineludible. Aunque muchas de ellas eran conscientes de que con una boda no se arreglaría su situación de dependencia ni sus penurias económicas. Al contrario: muchas, una mayoría, sabían que cargarían con una doble tarea. La de la doble presencia. Pero también eran conscientes de que ganaban estabilidad y, según cómo, prestigio: eludían convertirse en solteronas. Eso, en aquella sociedad, era definitivamente importante.
La familia tradicional solía ser extensa (definida por la consanguinidad, la parentela, o a veces la convivencia en un mismo domicilio de varias generaciones y de familias nucleares), sobre todo en las zonas rurales. Aquella familia ejercía funciones reproductivas, protectoras y educativas. Cada uno de sus miembros era copartícipe de un quehacer fijado por los preceptos sociales y religiosos: desde la niñez hasta la ancianidad. No hay duda de que la mujer ocupaba el papel más relevante. La familia nuclear, formada por padre, madre e hijos, se basaba en un sistema conyugal, parental, filial. Ningún tipo de familia de la época contemplaba el hecho de que una mujer soltera o viuda viviera sola, algo que se ha vuelto bastante común en la actualidad, sobre todo en las zonas urbanas. Los cambios que el tipo de familia ha experimentado no han sido rápidos. Las variaciones en las mentalidades se producen con lentitud, tardan. Los vaivenes políticos acostumbran a acelerarlas: por ello se activaron especialmente con la llegada de la democracia. La variedad más importante ha supuesto la práctica desaparición de la familia troncal (cónyuges, hijos y parientes). Pero a pesar de las transmutaciones profundas, la institución familiar ha demostrado su flexibilidad y capacidad de adaptación.
El matrimonio y la natalidad. Desde la década de los años sesenta, pero principalmente a partir de los setenta, la edad media del matrimonio ha aumentado significativamente: los actuales españoles se casan, de media, once años más tarde que en 1976. Y ha bajado la natalidad: España, en 1970, era el país con mayor fecundidad de Europa (2,90 hijos por mujer), y en 1988 tenía el índice más bajo de natalidad. Y cada vez se retrasa más la maternidad: 25 años de edad media para tener el primer hijo en 1975, frente a los treinta años de edad a finales de siglo. La evolución parece imparable, existen infinidad de factores no biológicos que condicionan, aceleran o retrasan, el momento «ideal» de tener hijos. Hasta la segunda mitad del siglo XX, los hijos eran una ayuda en la economía familiar. A partir de entonces, se han convertido en «un bien de lujo», en palabras del Nóbel de Economía estadounidense Gary Becker. Y, en paralelo, la mujer trabaja fuera de casa para realizarse profesionalmente, sostener el nivel de vida y las exigencias de la sociedad de consumo. De “ángel del hogar” ha pasado a ser rebelde con causa.
Cambio en las relaciones sociales, la sexualidad. Las relaciones entre jóvenes de distinto o igual sexo se han flexibilizado, haciéndose más espontáneas. También el tratamiento entre padres e hijos se ha hecho más igualitario, relajado y más cercano. En estos años, el cambio más importante ha girado en torno a la sexualidad, se ha reivindicado el control de la natalidad y la anticoncepción, las mujeres han pasado a tener el dominio de su propio cuerpo. Concretamente el discurso femenino, y feminista, se ha centrado en la demanda de la legalización del aborto y en la supresión de la legislación que penalizaba ciertas conductas sexuales, como la homosexualidad y el lesbianismo. Se denuncian, además, diversos aspectos de la «ideología patriarcal», que afectan a la familia tradicional, como los «mitos» de la virginidad y la maternidad idealizada, y la cosificación de las mujeres. La aprobación del divorcio en 1978 supuso una transformación del vínculo matrimonial. Trajo más libertad, pero también sus contrapartidas: las rupturas de pareja, así como las familias monoparentales, que aumentan el riesgo de pobreza.
Se ha ido conformando, además, una mentalidad que distingue entre familia y pareja. Se rompe así con el modelo convencional (protegido por normas tradicionales) que condenaba cualquier forma de convivencia sexual no matrimonial. Por otra parte, creció la tolerancia y el reconocimiento social respecto de las madres solteras. También se experimentó, un profundo cambio que permitió a las parejas separar la procreación de la sexualidad. La píldora y, en general, los nuevos métodos anticonceptivos controlados por la mujer tuvieron un papel fundamental en ello. Las mujeres rompieron cadenas que las ligaban a modelos ancestrales, entre estas, también las que las liberaban del peso de la religión, que tradicionalmente ejercía mayor presión sobre ellas. Y es que, como un día dijo Maruja Torres: “La tradición sienta mal a las mujeres”.
Las españolas ya no viven como antes. Casadas o solteras, con hijos o sin ellos, heterosexuales u homosexuales, solas o acompañadas…, lo cierto es que los espacios íntimos han cambiado y las familias son muy diferentes de las que eran. Hoy, sobre todo en las ciudades, el cómo y con quién vivimos es una opción de vida fruto de la libertad de elección. Cada vez hay menos familias numerosas y menos matrimonios canónicos, el divorcio ya no es un vía crucis. Y lo que es muy relevante: muchas mujeres no temen afrontar a solas la maternidad. El tradicional esquema tradicional de familia nuclear (padre-madre-hijos) convive ahora con unos competidores que han pluralizado los modelos familiares y que, desde finales de los años noventa, se han ido consolidando. Los sociólogos afirman, en general, que la presencia de estas nuevas familias es cada vez mayor y lo que es más importante, que la sociedad está más preparada para reconocerlas y legitimarlas. Los roles tradicionales se han ido modificando hacia una mayor igualdad entre los sexos, pero parece que esto ha afectado más a las actitudes que a los comportamientos. Los datos demuestran que el cambio ha consistido sobre todo en que las mujeres se incorporen más frecuentemente al trabajo fuera del hogar y no en que los hombres compartan las tareas domésticas. De hecho, sigue habiendo una carga familiar mayor para las mujeres, los dirigentes continúan siendo sobre todo hombres y el salario de unos y de otros no es equiparable… Es necesario seguir superando barreras.
En conclusión, la historia de las mujeres españolas en el siglo XX muestra que ha habido una continua superación en el quehacer cotidiano de las mujeres. Superación que ha propiciado el cambio que puede vislumbrarse en la actualidad. Diferentes épocas, distintos papeles y tipos de mujer han desfilado al hilo de esta narración. Ellas han pasado de ser sumisas a libres y transgresoras. No obstante, hay que estar atentas porque el devenir histórico no siempre es lineal. ¿Quién hubiera dicho a las mujeres que el desarrollo de sus derechos consolidados durante los primeros años de la Segunda República Española abortaría y quedaría subyacente durante casi cuatro décadas? ¿Qué puede pedirse a este respecto?: autonomía para decidir por sí mismas en una sociedad desarrollada y que los logros de las mujeres conseguidos en estos años de democracia se vayan consolidando. Porque todo indica que el cambio en la situación de la mujer española puede catalogarse como una de las más radicales innovaciones del siglo XX.